En los fértiles campos de Rhionen, al borde del bosque centenario de Rukhara, vivía la familia Erkariel, un linaje sencillo de elfos rurales que habían abandonado las intrigas de las ciudades élficas tras la Gran Guerra Mágica. Allí, entre cultivos de arkoras y bestias rukkh, crecían tres hijas tan distintas entre sí como lo eran las estaciones.
Krivar, el padre, era un elfo regordete, de barba corta y cabello cobrizo, con una risa contagiosa y unas manos curtidas por la tierra. Su vientre redondo parecía un tambor sagrado cada vez que reía con ganas, lo cual ocurría a menudo. Kareliya, su esposa, era una alegre aldeana de corazón piadoso, siempre con una oración de gratitud a los antiguos espíritus en la lengua. Vestía flores secas en el cabello y cantaba al amanecer mientras horneaba pan de arkora.
Sus hijas, herederas del temple del campo y el misterio de la sangre élfica, eran únicas:
Karv?, la mayor, contaba con poco más de ochenta inviernos, y aunque apenas rozaba la adolescencia en términos élficos, ya entrenaba con la hoja como aprendiz de rikth?mar , una antigua escuela de esgrima ritual. Su mirada era aguda, su ce?o siempre fruncido. A menudo se le encontraba dando tajos al aire con una rama endurecida, simulando batallas con guerreros invisibles.
Rarika, la mediana, era callada, de voz susurrante y mirada profunda. Amaba los libros más que el aire fresco, y pasaba horas bajo el roble de la colina leyendo relatos de dragones antiguos y magia perdida.
Kior, el menor, era un bebé de apenas cuatro primaveras, aún balbuceando las primeras palabras. Nadie sabía aún qué camino tomaría, pero la anciana del pueblo, Rakrila, decía que su risa tenía "el eco de una profecía".
La familia vivió sin mayores sobresaltos hasta aquella noche. La noche del fuego.
Todo comenzó con un zumbido. Primero leve, como un canto lejano. Luego vino el temblor. Los animales del corral se relajaron, los caballos se relincharon y el suelo se agitó como si despertara un titán dormido. Entonces, el cielo se rasgó con una estela de luz verde esmeralda, cruzando el firmamento con un rugido de trueno.
— ?Por las barbas de Karrun! —exclamó Krivar, levantándose de golpe de su silla mientras el pan rodaba por el suelo—. ??Qué ha sido eso?!
— ?Una estrella, una estrella! —gritó Rarika desde la ventana—. ?Pero ha caído... aquí cerca!
— ?El establo! —exclamó Kareliya, ya abrazando a Kior con fuerza.
Sin esperar más, Krivar se lanzó por la puerta. El suelo aún vibraba. Las chispas verdes se extinguían en el aire, dejando un aroma metálico, como de piedra y fuego fundido. Cuando llegó al establo, el calor era sofocante. Parte del techo se había colapsado, y en medio del corral, allí donde los bueyes dormían, había un cráter humeante del que emergía un resplandor tenue.
Krivar se acercó con cautela, cubriéndose el rostro con el antebrazo. El aire era denso, como si respirara vapor de hierro. Y entonces la vio: una criatura diminuta, envuelta en escamas del color del musgo recién nacido. Tenía la forma de un bebé... pero no era un elfo. Sus ojos eran demasiado grandes, su piel demasiado brillante. Peque?as protuberancias, apenas formadas, asomaban de su espalda como si fuesen diminutos tubérculos. Y lo que más llamaba la atención eran los cuernos menudos que sobresalían de su frente.
— ?Karak...? —musitó el granjero, su voz temblando entre el temor y la compasión—. ?Qué... qué eres tú?
El bebé abrió los ojos. Pupilas rasgadas. Un suave chillido escapó de su garganta, no humano ni élfico, sino algo más... ancestral.
Entonces, una figura emergió de las sombras detrás del establo.
— Ten cuidado, Krivar Erkariel —dijo una voz grave.
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El elfo se giró con sobresalto y agudizó sus orejas puntiagudas. De entre la penumbra salió un hombre encapuchado, y la luz del establo alumbró estratégicamente su bastón tallado con runas mágicas. Era el brujo.
— ??Ruthkar?! —Krivar reconoció la figura—. Por los cielos, ?qué haces aquí?
Lo que más sorprendió al acongojado granjero era que jamás habían intercambiado palabra alguna. Y todo el mundo conocía al brujo, pues era una raza repudiada en Rhionen. ?Cómo era posible que el brujo lo conociese a él? Un escalofrío recorrió su ahora sudoroso cuerpo.
— Lo sentí caer —el brujo hablaba pausadamente, seguro de que el mundo entero se detendría a escucharle—. Desde muy lejos... Esta criatura no es un simple accidente celeste, Krivar. Es una se?al.
El brujo se acercó, con los ojos fijos en la criatura.
— ?Qué es? —susurró el granjero—. ?Es... un dragón?
— No del todo —respondió Ruthkar—. Pero tampoco es ajeno a ellos. Es sangre antigua mezclada con algo humano. Alguien... o algo... la envió aquí para salvarla. O para salvarnos. He pensado que sería buena idea que la cuidases tú.
Krivar retrocedió un paso. Se negaba a aceptarlo, pero sabía de buena mano lo que el brujo hacía a aquellos que lo desobedecían. Además, el rey siempre parecía protegerle. Era algo arriesgado, se negase o no. Intentó buscar una buena excusa pero sin parecer que estaba negándose en rotundo en hacerse cargo de aquella incómoda situación.
— Yo... yo no sé cuidar de nada que tenga alas, Ruthkar. Apenas puedo con mis tres críos y los caballos testarudos.
— Justamente por eso —insistió el brujo, alzando la vista con severidad bondadosa—. Porque eres un hombre noble, que cuida con ternura. Porque no tienes ansias de poder ni sede de magia. Porque tú... no la usarás.
Hubo un largo silencio. Krivar miró de nueva a la criatura. Algo en su respiración lo conmovía. No parecía peligroso. Solo... sola.
— ?Y si vienen por ella? —preguntó finalmente.
— Vendrán —afirmó Ruthkar—. No ahora. Pero un día. Y cuando lo hagan, la ni?a deberá estar lista. No obstante, para eso primero necesitas un hogar. Necesita aprender de vosotros. Ense?adla bien, que adquiera todo lo bueno que podáis ofrecerle —por unos segundos, miró al granjero en silencio—. Y por los dioses más antiguos de la ya olvidada Delkr, no la perdáis de vista —sentencia antes de desaparecer en medio de un halo de luz violeta que dura apenas un par de segundos.
Esa noche, Krivar regresó a casa con el bebé en brazos, envuelto en un saco de lino. Kareliya lo miró con los ojos desorbitados. Karv? desenfundó su rama de prácticas. Rarika soltó un chillido. Kior simplemente se río.
— ?Qué es eso? —preguntó Karv?, tensa.
— Es... es una larga historia. Pero es importante que sepáis, que a partir de ahora, es una más —respondió el padre, firme.
— ??Qué!? —gritaron Karv? y Rarika al unísono.
— Se llama Kiraki —dijo Kareliya con una calma que solo una madre podía proyectar—. Lo acabo de sentir. Kiraki. Como la luna verde que cruzó el cielo.
Con el pasar de las lunas, Kiraki creció junto a sus hermanas. Su piel escamosa nunca desapareció del todo, ni tampoco su enigmática mirada, y sus extra?os tubérculos permanecían pegados todavía a su espalda. Pero reía como Kior, exploraba como Rarika y un día, incluso, tomó una rama y copió los movimientos de Karv?. Krivar la llevaba al campo en una cesta reforzada, y Kareliya la arrullaba con cantos de runas antiguas.
Pero la tierra recordaba. Y los cielos también.
Muy lejos, en la ciudad de Raknor, capital de Rhionen, los sabios ya hablaban del meteoro esmeralda. Y en lo más profundo del palacio arruinado, una sombra con sangre real y corazón torcido escuchaba los rumores con atención.
"— Una hija caída del cielo... escamosa y brillante. ?Un nuevo dragón...? ?O una amenaza para mi trono?"
El juego había comenzado.
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Con cari?o,
—Electra Salazar