?Uno de los guerreros más poderosos del mundo, y no me queda mucho más?, pensó Meten con impotencia mientras bebía agua del pellejo, ansioso, y recuperaba el aliento.
—Los ancianos no se equivocan en estas cosas, mi se?or —le había dicho una de sus concubinas cuando se atrevió a preguntárselo varias semanas después de haber recibido la profecía—. Una vez que ven el futuro a través de sus ojos, la verdad nos absorbe como una marea de placer o de amargura. Por eso es mejor dejar el futuro donde está y vivir con la dulce incertidumbre del presente.
Cuando combatía con fervor, aquella conversación volvía a su mente una y otra vez, pero ni el cansancio físico ni la promesa de botín podían borrar la desolación de las palabras del anciano.
?En un periodo de tres a cinco a?os, la oscuridad cubrirá tus ojos para siempre?.
Había ordenado colgar al anciano días después, pero sabía que eso no cambiaría el hecho de que su muerte estaba cerca.
Por eso Meten había decidido llevar la muerte a tantos lugares como le fuera posible, mientras satisfacía sus propios deseos de oro, maná y mujeres.
En aquel momento, la lluvia caía sobre su cuerpo y el de sus jinetes con intensidad. La ciudad del oeste sobre la que habían caído se llamaba Saena, pero para él era solo otro nombre más. Desde que la Gran Misión había aparecido en su mente, solo se dedicaba a cabalgar hacia el oeste y destruir todo a su paso.
Mientras veía a sus hábiles jinetes acabar con los sorprendidos enemigos —usando arcos, espadas y lanzas para aniquilar a los pobres habitantes que no habían sido lo suficientemente listos para levantar murallas fuertes que protegieran sus bienes (y sus vidas)—, Meten recordó el día en que había recibido la misión. Fue pocos días después de escuchar la nefasta profecía del anciano. ?Maldita sea, ?por qué tuve que ser tan curioso? No hay nada como la ignorancia?.
El mensaje de la misión era claro como el agua:
?Gran incursión hacia el oeste: Conduce a tus selectas tropas hacia occidente, arrasando todo lo que se interponga en tu paso. Cada muerte te dará a ti y a tus hombres un porcentaje del doble de experiencia y de maná?.
Días antes, sus fuerzas de diez mil jinetes se hallaban frente a la imponente ciudad amurallada de Dhufob. Aunque su ejército era probablemente el mejor del mundo en campo abierto, carecía de equipamiento de asedio para tomar una ciudad como aquella, que contaba con entrada por mar para recibir suministros y no se rendiría ante un grupo de maleantes, por más que sus hombres hubieran reducido los poblados limítrofes a escombros.
Entonces, con un discurso que sorprendió a sus guerreros, les dijo que se prepararan para una de las cabalgadas más prolongadas de los últimos tiempos.
—El Este ya no tiene nada que ofrecernos, mis se?ores de los caballos —les había dicho con su estruendosa voz—. Es hora de atravesar la llanura infinita y saquear los pueblos occidentales. Tenemos suficientes pertrechos con lo saqueado, pero nos abasteceremos donde sea necesario.
Sus hombres alabaron su idea en ese momento, aunque sabía que muchos albergaban dudas: jamás habían atravesado la llanura infinita y no sabían qué había más allá.
—Lluvias —susurró Meten mientras veía a sus hombres adentrarse en la urbe con confianza, ahora que habían aniquilado a la mayor parte de sus defensores—. Ahora entiendo por qué el Oeste es salvaje como los felinos de la hierba alta. Aquí no para de llover.
A pesar de estar empapado hasta los huesos, el líder estepario montó su corcel pardo y galopó hacia el interior de la urbe blandiendo su espada de fuego, la misma que le hablaba durante el combate.
—Eso es, mátalos a todos —le decía una y otra vez—. Sacia mi sed de sangre.
Y Meten le hacía caso. Aquella ciudad era solo otra más, llena de casas y edificios medianos destinados al comercio. Atravesó al galope herrerías, posadas, casas de placer y herbarias. Nada importaba mientras usaba su espada parlanchina para atravesar hombres a pie, ni?os y ancianos. Solo las mujeres jóvenes y hermosas eran capturadas para convertirse en esclavas después del saqueo.
?Pronto voy a morir, así que qué más da. Que todos mueran?.
El saqueo duró hasta el amanecer, al igual que la lluvia. Sus hombres usaron antorchas incendiarias cubiertas con magia esclarecedora para ver con facilidad durante la noche, de modo que, cuando el alba cubrió el mundo, ya no quedaba nada que destruir ni saquear. Aquel poblado que hasta horas antes los lugare?os llamaban con orgullo Saena no era más que un recuerdo: casas ultrajadas y cadáveres esparcidos por doquier. La sangre entre los adoquines era testigo de la carnicería.
El líder de aquella horda demoníaca se alejó hacia una colina cercana para observar la ciudad. Los jinetes sobre caballos pardos, del mismo color que su piel, se movían de un lado a otro, buscando botín o mujeres indefensas. Muchos ya estaban ebrios, y otros se escondían entre las casas, violando, matando y saqueando.
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—Esto ha terminado, Meten. Pero la verdadera joya está a unos días de camino: la bella ciudad de Titia.
Solo alguien era tan osado como para llamarlo por su nombre de pila en lugar de ?mi se?or?.
—Cállate, maldita espada. Déjame disfrutar de mi triunfo por una vez.
—Oh, puedes disfrutarlo. Pero siempre es bueno planear tu siguiente movimiento. Recuerda que la Voz del Mundo te necesita y debes actuar en consecuencia.
Ahora que había amanecido, solo caía rocío a su alrededor. El fuego que sus hombres habían encendido en la ciudad casi se había extinguido, lo que trajo cierta calma a la mente del líder estepario.
—Yo solo actúo bajo mis propios designios, pedazo de hierro. Ninguna Voz del Mundo obligará a Meten Cuffom a hacer algo que no quiera.
Casi podía ver la sonrisa del ser que habitaba aquel artefacto a través del metal.
—No estaría tan seguro. Con la muerte acechándote, lo mejor es que actúes. Y pronto. Aunque tu vida será breve como la de un fruto de árbol, tu nombre puede quedar escrito con fuego en la historia. Pero solo si desmantelas el imperio.
La Espada de los Avernos ya le había hablado de eso. Se suponía que al sur, un poderoso imperio en los límites de la selva estaba en ciernes, y era el momento preciso para caer sobre él como una cobra, antes de que se recuperara de los errores de su emperador.
—Debes darte prisa, Meten. Ordena a tus hombres que dejen de beber ahora mismo y descansen entre los escombros de otra ciudad borrada del mapa. Deben galopar hacia Titia, cuyas calles empedradas esconden una catedral con más tesoros de los que han reunido hasta ahora.
?Este maldito pedazo de hierro tiene razón. De un solo golpe, puedo convertirme en uno de los hombres más ricos del mundo. Pero, ?para qué? La muerte está a punto de alcanzarme?.
Enfurecido, guardó la espada en su funda con la esperanza de que no interrumpiera más su tranquilidad y galopó de nuevo hacia la ciudad destruida para ordenar a sus oficiales que prepararan la incursión.
—?Carguen todos los objetos de valor que puedan y máximo una mujer por jinete! ?Las demás, que las pasen por la espada! ?Cabalgaremos al mediodía!
Así lo hicieron. La enorme horda de jinetes morenos sobre caballos pardos partió bajo un cielo nublado por el camino embarrado, hacia el oeste, dejando una estela de polvo a su paso.
?Voy por ti, Titia, y después las riquezas de Anen serán mías. Me iré de este mundo, oh sí, pero no sin antes grabar mi nombre en la mente de todos los mortales?.
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El anciano seguía fumando su pipa con parsimonia, como si el ataque de las arpías apenas hubiera afectado sus nervios. En ese momento, él y el alcalde de Panxian hablaban en voz baja, mientras Ludan y Sarric permanecían rezagados en un rincón del salón principal del castillo, desde donde se observaba gran parte de la ciudad de mármol y el mar de Eilna, infinito más allá.
Los dos se?ores estaban acompa?ados por un hombre calvo de aspecto noble, que guardaba silencio mientras el anciano y el se?or de la ciudad conversaban. Finalmente, Lororin les hizo un gesto con su báculo para que se acercaran y tomaran asiento.
—Mis se?ores cazadores, permítanme presentarles al alcalde de esta bella ciudad, Lord Pandolf, y a su Maestro de los Susurros, Anton.
Los dos se?ores miraron a Ludan y Sarric como poco más que sabandijas, pero inclinaron levemente la cabeza a modo de saludo.
—Mis queridos y nobles aliados, estos son dos de los mejores guerreros que jamás conocerán. Son intrépidos como felinos de monte, siempre al acecho de altos orcos y criaturas que un aventurero común no osaría importunar. Son aliados imprescindibles en estos tiempos aciagos.
El alcalde, ataviado con una túnica púrpura, fue el primero en hablar.
—Adelante, valientes guerreros. Tomen asiento. Aliados como ustedes son la piedra angular de nuestros designios, como bien dice este viejo granuja, ahora que el emperador ha perdido la cordura.
Ludan se sentó junto a su aliado, y mientras hablaban con formalidad, unos sirvientes les llevaron cerveza para refrescarse.
—Como pueden ver —continuó el se?or de la ciudad—, no son tiempos pacíficos. Es una fortuna que guerreros como ustedes estuvieran presentes durante este cobarde ataque de las arpías, que los dioses sabrán quién envió. Pero esto nos permite distinguir aliados de enemigos.
—Nos alegra poder combatir con fervor para corresponder a la hospitalidad de nuestros anfitriones —se limitó a responder Sarric.
Esta vez fue el anciano mago quien continuó:
—Según los informes de Lord Anton, el emperador acaba de despilfarrar una ingente cantidad de maná, aunque no sabemos con qué propósito. Esto deja a nuestro país vulnerable a ataques externos, y sus agentes tienen noticias aún más aterradoras: en el país norte?o de Hornn, una horda de jinetes orientales arrasa todo a su paso, haciéndose más fuertes con cada ciudad que destruyen. Es cuestión de tiempo que caigan sobre Anen, y si no actuamos, la invasión será inminente. No somos rebeldes vulgares, pero ante esto, no queda más remedio que rebelarnos contra el poder central.
Ludan prefirió guardar silencio y dejar que el vampiro llevara la conversación.
—Entiendo, y estamos de acuerdo. Nuestro negocio se vería afectado si los mercados de Anen son saqueados por bárbaros, por más que pudiéramos huir al desierto de Zholim. Tarde o temprano, el hambre nos alcanzaría. Pero el emperador sigue siendo fuerte, y la invasión de Ixtul lo fortalece cada día. ?Cómo haremos frente a ese poder?
El anciano se encogió de hombros.
—El método indirecto, joven guerrero. De hecho, no tenemos que hacer nada. Aunque las próximas semanas son clave, la inacción es nuestra mejor aliada. El emperador, con sus actos impulsivos, pondrá la soga en su propio cuello… pero debemos estar preparados para dar el golpe final y defender Anen de la amenaza del noreste. —El anciano dio una calada a su pipa—. Pero necesitamos ojos en todas partes, y ahí entran ustedes. Les pagaremos bien si van a la capital y se acercan a la corte del emperador. Sus habilidades guerreras también son útiles. Si pueden matarlo, o a cualquiera que sustente su poder, mejor.
—Y supongo que el pago supera con creces lo que nos dan por dientes de orco, ?no?
Los se?ores sonrieron.
—Por supuesto —dijo el anciano—. Cuando el nuevo orden se establezca, recibirán mucho más que oro. Podrán tener sus propias fuerzas para cazar orcos o títulos en las altas esferas. Todo eso obtendrán si espían o asesinan con eficacia. Siempre y cuando los jinetes de las estepas no conviertan Anen en un infierno.
Entonces, el anciano formó con el humo de su pipa la figura de un jinete feroz blandiendo una espada.