El viento muerde con fiereza mis músculos. Intento refugiarme en el bosque arrastrando una espada casi inservible mientras la planta de mis pies cede ante las piedras que adornan el suelo. El último rayo de sol divide el cielo como una cicatriz difusa de la que supura blanca nieve. La sombra de la criatura me vigila desde allí.
—?Dónde estás? Venga… ya queda poco.
Intento acelerar el paso para llegar a los árboles muertos, pero mis piernas no aceptan mis órdenes tan fácilmente a estas alturas. Miro de nuevo arriba, no la veo por ningún lado. Su melancólico canto rasga el aire, una mezcla entre dolor y deseo, algo tan fúnebre y podrido que hace que la sangre se me termine de helar.
Consigo adentrarme en el bosque. Sus troncos, ya blanquecinos debido al abandono de cualquier ayuda para sobrevivir, me recuerdan a robustas columnas de piedra maciza, adornadas con espinosas ramas tan mortíferas como puntas de flecha. Me apoyo en uno de los árboles y me llevo la mano al costado para parar la hemorragia. Esa criatura sacada de una pesadilla era rápida, demasiado para mi condición.
Me escondo tras una roca cubierta por la nieve, el canto cesa. Entrecierro mis ojos para intentar ver donde se ha metido. Mis pupilas bailan de un lado a otro sin lograr enfocar nada por la adrenalina. Mi mano atraviesa la fina capa de nieve y entra en contacto con la piedra dura. No soy más que un hombre hecho pedazos, carne rota y huesos fracturados. Un espasmo me recorre la espalda, pero aún tengo fuerzas para levantar la espada y girarme para asestar un tajo, que roza a la arpía.
El ataque me rasga la pierna, un dolor tan agudo que hace que se me olvide el frío. Mi rostro se llena de sangre y nieve. El monstruo se posa en uno de los árboles mientras se lame la sangre de sus garras.
Su rostro de mujer es amorfo, deformado aún más por la larga lengua que se empapa de mi condenada sangre. Sus ojos son como perlas negras, peque?os y sin pupilas, tan brillantes que son capaces de reflejar tu dolor como un espejo. En la rama se clavan sus garras, tan afiladas como el mejor trabajo del mejor herrero. Me mira, no tiene hambre, no hace esto por necesidad, para ella es como un juego, mata por placer.
Pero no es el dolor lo que me tumba… es la certeza de que esto no tiene sentido. Solo soy un juguete para la arpía. Mi brazo no me responde, realmente ya no es mi brazo, pero aún así tiene anclada la espada, incapaz de soltarla. Doy un paso hacia atrás y el hielo del suelo me traiciona. Caigo. Ella me mira con una sonrisa que ense?a los dientes mientras comienza su canción de muerte. No puedo morir, debo llegar a los dioses e implorar el perdón. No quiero morir, pero sé que no puedo ganar. No tengo nada. Pero lucharé. Por orgullo. Por fe. Por lealtad.
Clavo la espada en el suelo y hago el máximo esfuerzo por volver a tenerme en pie. Mi espalda mojada por el sudor y la nieve me quema y se eriza creando un intenso dolor.
Ven…vamos. La arpía se lanza hacia mí extendiendo sus alas adornadas con huesecillos de sus anteriores presas. Su melodía se convierte en un grito agudo y roto que hace que me sangren los oidos.
Mi arma sube lentamente, esperando el momento para hincar su roto filo en el cuerpo del monstruo. La bajo acompa?ando el movimiento con mi cuerpo, exhalando mi último aliento en ello, sabiendo que si fallo, ni los dioses ni yo me perdonarán en el más allá.
El grito de la criatura se detiene cuando de su boca comienza a borbotear sangre negruzca. El acero atraviesa su cuello como si cortara carne vieja y endurecida, un sonido áspero que mezcla el chasquido de huesos con el desgarrar de tendones. No hay gloria en el golpe, solo un acto mecánico, desesperado, como abrir un saco podrido para liberar algo aún peor. La sangre no brota como debería; es espesa, negra, y huele a óxido y cenizas. La criatura se tambalea, un espasmo final de alas que chasquean como látigos en el aire helado, antes de caer al suelo con un ruido sordo que resuena como un eco de mi propia fatiga.
Yo no estoy mejor, mis rodillas tocan el suelo, sintiendo como el frío se cuela por cada grieta de mi ser. Mi sangre tinta la nieve de carmesí por cada gota que escupen mis heridas. La espada se me resbala de los dedos; mis manos tiemblan demasiado para poder sujetarla. Mi agitado aliento no es más que un vapor quebrado que apenas logra calentar mis labios.
No sé cuánto paso ahí tumbado, observando un cielo plomizo que amenaza con aplastar todo lo que esté debajo suyo. Y entonces llegó, como un cuchillo al rojo vivo que atraviesa mi corazón: la razón por la que estoy en esta deplorable situación.
Mi fallo lo estropeó todo. No fueron los dioses quienes me exiliaron. Fui yo quien falló por mi egoísmo. No debo olvidar ese día…necesito redimirme de este pecado, implorar perdón a ellos para que me vuelvan a acunar en sus divinos brazos. El rugido de la batalla, el rostro de Teryon -mi amigo, mi hermano- manchado de sangre. Las decisiones que tomé, las órdenes que desobedecí... Todo vuelve como una tormenta, y me arrastra a un tiempo en el que aún creía que era algo más que un hombre perdido.
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El rugir de mis entra?as me despierta del nostálgico trance y vuelvo a incorporarme, mirando al amasijo de plumas y carne que estaba a mi vera. No fue una victoria gloriosa, pero fue mía. Los dioses lo vieron. No como querría, pero lo vieron.
El frío no me da tregua, y el hambre es una angustia que no puedo ignorar. Pero no es solo el hambre de carne lo que me consume; es el hambre de redención. De demostrar que todavía soy digno, aunque me hayan arrojado lejos de todo lo que juré proteger. Mi espada, símbolo de mi antiguo juramento, ahora corta carne inmunda para mantenerme con vida. ?Es esto lo que los dioses querían para mí? ?O es otra prueba?
Con cada tajo arranco un irregular trozo de su carne grisácea. No pienso en el sabor pues el hambre es una voz más fuerte que la razón. Mastico y trago, insaciable. Cada duro bocado me llena de repulsión. Pero también me llena de fuerza. Este cuerpo que aún resiste es la única herramienta que tengo para cumplir mi propósito. No puedo permitir que se deteriore, no todavía. No mientras tenga un camino que recorrer.
La sangre que se derrite de la carne cruda me cae por la comisura de los labios y llega al suelo como peque?os hilos de aceite usado. Aguanto mis ganas de vomitarlo todo, pero no me puedo permitir derrochar todo esto. Mientras mastico otro trozo de la criatura mis ojos se desvían a las garras de la arpía. Son largas y negras, como fragmentos de obsidiana pulidos con extremo cuidado. Paso los dedos por una de ellas; es fría y afilada, una prueba de que esta criatura vivió para matar. Pero ahora no es más que un recurso, uno que los dioses me han dejado como se?al. No lo veo como un trofeo, sino como un recordatorio. Un guerrero del ejército divino debe adaptarse o perecer.
Con esfuerzo y un ronco gru?ido, uso la espada para arrancar una de las garras. Es dura, resistente, como el acero, y su forma curva la hace perfecta para empu?arla como un pu?al. Es incómoda de sujetar debido a la inexistencia de un mango al cual aferrarse, pero servirá. Una herramienta más que me ayudará a seguir vivo, para cumplir mi deber y recuperar lo que perdí.
Con la garra en la mano y la espada en la otra vuelvo a levantarme y comienzo a andar. Me noto con más energía por la desaparición del hambre, pero vuelve a ser sustituida por un aire gélido que me corta la piel con su suave recorrido. Ahora solo queda una cosa: avanzar. Mi destino es incierto, pero mi voluntad sigue siendo mía.
El frío no se va, no importa cuánto me esfuerce por moverme. Cada paso que doy en la nieve me arrastra más cerca del abismo. Mis piernas pesan como si llevaran las ruinas de mi vida atadas a ella, y mi cuerpo desnudo es un mapa de cicatrices y promesas rotas. Sé que si no encuentro refugio pronto, no habrá más pasos que dar.
El bosque es un largo cementerio de árboles. Los troncos muertos, retorcidos como manos alzadas al cielo, me envuelven ya completamente, prohibiendo incluso poder divisar el consumido cadáver . No hay hojas, no hay vida. Ni siquiera los cuervos, que siempre acuden a recoger lo que queda de los débiles, se atreven a posarse aquí. Entonces lo veo.
Primero es el hedor. Una peste espesa, metálica y amarga, que me llena la nariz y me revuelve el estómago. No necesito acercarme mucho más para saber que algo ha muerto aquí, pero el instinto y la curiosidad me empujan a acercarme. Los árboles se abren en un claro, y allí está: una caravana destrozada, como si algún titán enfurecido hubiera aplastado el lugar con su pu?o.
Cadáveres humanos. Están esparcidos por el suelo como mu?ecos rotos. No, eso no es justo para los mu?ecos. Esto... es mucho más grotesco. Uno de ellos tiene el torso abierto como un libro mal encuadernado, sus órganos arrancados y tirados en la nieve como si fueran desperdicios. Otro yace con la cabeza girada hacia atrás, los ojos abiertos y llenos de terror, reflejando sus últimos momentos. Los demás están demasiado desfigurados como para poder describirlos. Hay ara?azos profundos en las paredes de los carruajes, marcas de garras que no son de ninguna criatura que yo conozca.
Mis articulaciones se están quedando insensibles, necesito ropa. Un hombre, aún vestido con una capa de lana gruesa, está apoyado contra una rueda rota, como si se hubiera sentado allí para esperar la muerte. Los muertos necesitan ser enterrados con su ropa según las creencias locales, para que puedan sentir un conocido calor en su travesía en el más allá. No me gusta robar cadáveres, es impropio de un guerrero divino, es impropio de mí, pero solamente hoy no me importa. Los muertos no necesitan abrigo.
No son más que un conjunto de harapos comparado con lo que solía vestir, pero al menos me protege del clima. Me la pongo con manos torpes, manchando las telas ya sucias con mi propia sangre, mezclándose con la de aquel hombre. Los dedos están tan entumecidos que siento que no son míos. Una vez vestido, busco algo más útil que pueda incrementar mi probabilidad de supervivencia, aunque sea mínimamente.
Me interno en el carruaje principal, una bolsa de vendas sucias, un frasco de lo que parece ser alcohol y una manta casi intacta me dan la bienvenida a mi nuevo refugio. No es mucho, pero es suficiente. Me tumbo dentro, en el rincón más oscuro, envuelto en la manta, y trato de limpiar las heridas con el alcohol. Escuece como el infierno, pero ya estoy acostumbrado al dolor. Mi figura no es más que un trozo de carne cansada y maltratada que aún no se ha rendido, no hasta que sea perdonado.
El carruaje también es una trampa mortal. Mientras que la madera cruje al ser golpeada por el viento, pienso que el autor de la masacre puede estar cerca todavía, agudizando mis oídos y manteniéndome en tensión por cada chasquido en la nieve, apretando con fuerza la empu?adura de la espada y sacando la garra del bolsillo de los sucios pantalones. Pero al contrario que la arpía, el cansancio… el cansancio es un enemigo al cual no puedo vencer.
Y entonces mi cuerpo finalmente sucumbe al agotamiento, y, mientras comienzan a cerrarse por su propio peso mis párpados, vienen los recuerdos.
La nieve, el bosque, los monstruos… Todo se desvanece. Todo lo que queda es aquel día, aquel maldito día en el todo se derrumbó. El pasado siempre vuelve. No importa cuan lejos me exilien. Cierro los ojos, y el olor a sangre y humo me inunda de nuevo. Teryon está allí, gritando mi nombre. Los dioses me miran desde sus tronos en el juicio. Y yo... yo soy el hombre que lo perdió todo.