El cuartel estaba construido como un bastión de devoción y disciplina. Las altas paredes blancas, decoradas con letra de oro los versos sagrados de los dioses, grabados eternos de su voluntad divina; brillaban a la luz de las antorchas que descansaban cada pocos metros.
Mandato de Adras, la diosa de la justicia"Con cada acto de justicia, traéis equilibrio al mundo. Que vuestra lealtad sea como el acero: fría, inflexible, eterna."
Estas palabras adornaban el arco de entrada a la armería, un recordatorio de que cada espada que se empu?aba debía ser en nombre de la imparcialidad de Adras. Su balanza no se inclinaba por favoritismos, sino por el peso de las acciones.
Mandato de Kaelvar, el dios de la guerra"Solo a través del sacrificio llega la gloria. Luchad, sangrad, morid si es necesario, pues vuestras almas serán forjadas en las llamas del combate."
Esta inscripción dominaba el centro del patio, tallada bajo la colosal estatua del dios. Kaelvar exigía más que lealtad: exigía la completa entrega de cuerpo y alma. Aquellos que no podían cumplirlo no tenían lugar en su ejército divino.
Mandato de Tharael, el dios del destino"Todo está escrito, pues solo los dignos ven el final glorioso. Aceptad vuestro papel y caminad sin titubeos hacia el futuro que se os ha se?alado."
Estas palabras, frías e implacables, estaban esculpidas en las puertas de la sala de oración. Bajo la figura encapuchada de Tharael, los soldados murmuraban oraciones, no para pedir misericordia, sino para aceptar el destino que se les había dado, esperando que sea memorable.
En este lugar, cada rincón, cada verso, recordaba a los soldados cuál era su misión. La lealtad no era una elección; era su naturaleza, su forma de ser. Las recompensas prometidas por los divinos, la gloria eterna y finalmente morir con honor, eran un premio que sólo los más apasionados podían alcanzar. Y nadie quería fracasar en aquella prueba.
Las estatuas colosales de los Tres observaban desde lo alto, con rostros imperturbables que parecían juzgar cada movimiento que se hacía enfrente de ellas . A su sombra, los soldados del ejército divino vivían y morían, portando la fe como su defensa y la obediencia como arma.
Dentro, el aire siempre olía a incienso y sudor. Las armerías resonaban con el martilleo constante del acero y el chillido de las armas afilándose; los pasillos estaban llenos de murmullos de plegarias y el estruendo de las botas metálicas en marcha. Aquí no había lugar para el miedo ni la duda. Los débiles eran eliminados; los fuertes veían un nuevo día, siendo la guada?a divina de unos dioses capaces de decidir sobre todos y todo.
Entre los soldados, los lazos eran inevitables. La guerra no permitía soledad; incluso los más reservados o más fieros acababan dependiendo de otros para sobrevivir. Para mí, ese alguien siempre había sido Teryon. No éramos exactamente iguales —yo rezaba con fervor; él lo hacía solo cuando sabía que lo observaban—, pero su compa?ía era un ancla en un mundo donde todo se desmoronaba constantemente sin sentido.
—?Por qué te esfuerzas tanto en esas plegarias? —me preguntó una vez, mientras afilaba su espada en el rincón del cuartel—. Ellos están en el palacio, comiendo y riendo a nuestra costa ?De verdad crees que los dioses están escuchándote desde allí?
—Por supuesto que lo están —respondí sin levantar la vista—. Nosotros somos sus elegidos.
—Elegidos, claro. Como lo son los pedruscos que son lanzados desde una catapulta. —Su risa era breve y amarga, pero no había crueldad en ella. Solo un cansancio justificado.
Teryon siempre caminaba al borde de la blasfemia, pero nunca llegaba a cruzarlo del todo. Era como si probara los límites de su fe solo para buscar alguna creencia a la cual aferrarse. él era el alma de cualquier grupo. En un cuartel lleno de caras endurecidas y miradas perdidas, él se las arreglaba para encontrar algo que hiciera reír incluso al más serio de los veteranos. Tenía una lengua rápida y un ingenio que parecía interminable. Podía convertir una reprimenda del capitán Jeral en un chiste, o transformar las quejas de los reclutas en historias heroicas dignas de los versos sagrados.. él, en cambio, parecía disfrutar de mi seriedad, como si mi devoción absoluta le ofreciera un contraste necesario al caos que llevaba dentro.
No éramos inseparables, pero siempre encontrábamos la manera de terminar juntos. En la mesa compartiendo el pan más duro, en los entrenamientos cubiertos de sudor y moretones, o bajo las estrellas, planeando batallas futuras que, sabíamos, probablemente no sobreviviríamos. él hablaba más de lo que yo respondía, pero eso nunca parecía importarle.
—Si los dioses son tan poderosos —dijo mientras nos dirigíamos a la última cena —, ?por qué necesitan que nosotros hagamos todo su trabajo sucio? ?No sería más fácil que bajaran al campo de batalla y aplastaran a los herejes ellos mismos?
—Blasfemia —respondí, fingiendo indignación—. Te cortarían la lengua si te escucharan.
—Pues que lo hagan —respondió, riendo—. Pero al menos les habría dado algo en qué pensar.
El banquete antes de la batalla era una tradición sagrada. Las largas mesas de madera de pino estaban cubiertas con platos de carne asada, pan recién horneado, y jarras rebosantes de vino tinto capaces de emborrachar a alguien con tan solo olerlas. Las antorchas iluminaban la sala, proyectando sombras danzantes en las paredes decoradas con los símbolos de los Tres Dioses. Todos reían y bebían, algunos ya con las mejillas encendidas por el alcohol. Pero yo no podía permitirme relajarme. La batalla era ma?ana, y el peso de lo que estaba en juego me apretaba el pecho al igual que lo haría una armadura de plomo.
A mi lado, Teryon hablaba sin parar, como siempre.—Karvos, escucha esto —dijo, inclinándose hacia mí mientras cortaba torpemente un trozo de carne—. Cuando todo esto termine, voy a casarme con ella. Ya está decidido. No quiero posponerlo a estupideces como “cuando termine la guerra” o “cuando los dioses lo permitan”. No. Será después de esta condenada misión.Me limité a mirarlo, arqueando una ceja.—Eso, si sobrevives a ma?ana —respondí con tono seco, pero la sonrisa en mis labios traicionaba mi intención de molestarle.
—Karvos, querido amigo, sobreviviré porque los dioses me necesitan guapo y feliz. Tú, en cambio… bueno, solo les importas porque llevas una espada— Soltó una carcajada y brindó en mi dirección.
Pero como siempre, la camaradería y la felicidad contagiada por el evento terminó abruptamente cuando una voz ronca y grave superó el ruido ambiente.
Un hombre se levantó tambaleándose de su asiento, claramente borracho. Su rostro estaba rojo, y no solo por el vino. Había ira en su expresión, el tipo de ira que fermenta lentamente, durante días o semanas, hasta que finalmente explota en el peor de los momentos.
—?Hipócritas, todos vosotros! —gritó, se?alando con un dedo tembloroso a los presentes—. Habláis de gloria, de honor, pero ma?ana, ?la mitad de nosotros no saldrá con vida! ?Y para qué? ?Para mantener a los dioses cómodos en sus tronos?
La sala se llenó de murmullos incómodos que iban creciendo como una marabunta de ratas infestas que producían agudos gritos . Algunos soldados apartaron la mirada, incómodos, otros comenzaron a ponerse de pie con las manos en sus armas, listos para contentar a los dioses.
—Si no crees en ellos, ?qué haces aquí? —espetó un oficial desde la cabecera de la mesa.—?Estoy aquí porque no tengo elección! —respondió el bebido, golpeando la robusta mesa con el pu?o—. Porque si no lucho, me ejecutan por desertor. Pero, ?acaso no os preguntáis nunca? ?Por qué debemos morir por ellos? ?Dónde están sus famosos milagros cuando los necesitamos?
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Otro soldado, uno de los más fervientes devotos, se levantó de su asiento. Sus ojos ardían de una amarga indignación.—?Silencio, maldito hereje! Tus dudas son una ofensa para Adras, Kaelvar y Tharael. ?Si no luchas por ellos, no mereces portar el emblema sagrado que llevas! —espetó el devoto, con el rostro roto por las arrugas de la ira.
El borracho rió, una risa amarga que resonó en el salón como un cuchillo raspando metal.—?Este pedazo de chatarra? —siseó, sosteniéndolo en alto como si fuera una burla. Su voz era baja, apenas un gru?ido, pero en el silencio de la sala cada palabra caía como una sentencia—. Pues ven a quitármelo.
Con un movimiento torpe pero decidido, desenvainó una daga que llevaba al cinto y la apuntó hacia el devoto. Sus ojos estaban llenos de algo mucho más oscuro que la ebriedad.
Toda la sala contuvo el aliento. No era la primera vez que alguien discutía en un banquete, pero esto era diferente. Esto apestaba a sangre.
No podía quedarme sentado. El peso de la tradición, de mi deber, me empujó a levantarme. Con cada paso que daba hacia ellos, sentía las miradas de todos los presentes clavándose en mi espalda. El aire estaba cargado, como antes de una tormenta.
—?Basta! —gru?í, dejando escapar el aire con un tono cansado más que autoritario. Mis palabras lograron superar el constante zumbido del salón, pero fue suficientes para que ambos hombres se giraran hacia mí. El borracho tenía los hombros tensos, sus dedos aún aferrados al emblema como un animal acorralado. El devoto, por su parte, parecía a punto de abalanzarse hacia el ebrio, fruto de una furia que sobrepasaba toda prudencia.
No quería estar en medio de esto, pero no había opción. Crucé el espacio entre ellos sin apresurarme, sintiendo el rígido suelo a través de mis botas y el peso de las miradas en mi espalda.
Me detuve frente al borracho, evitando cualquier gesto que pudiera encender aún más su desesperación. Lo miré directamente a los ojos, no con amenaza ni con amabilidad, sino con algo que esperaba pasara por autoridad.—Entrégamelo —dije, en un tono firme—. Antes de que esto termine peor de lo que ya está.
él retrocedió un paso, aferrando el emblema con más fuerza, como un ni?o aferraría su juguete favorito.—?Y qué harás si no lo hago, Karvos? —preguntó, con un tono desafiante, aunque su voz era traicionada por un leve temblor de nerviosismo.
Me acerqué un paso más, dejando que mi sombra lo cubriera.—Si tienes que preguntar, es que no estás listo para la respuesta.
El borracho sostuvo mi mirada un instante antes de derrumbarse. Con un suspiro resignado, soltó el emblema sobre la mesa, donde quedó entre las manchas de vino y los restos de comida. Bajó la cabeza, derrotado, como si el peso de su vida lo aplastara de repente.
—Ya está —murmuró, con la voz rota—. ?Contentos?
El devoto no respondió, aunque lo vi moverse; un destello de fanatismo recorriendo su rostro, arrugándolo, y en un instante ya estaba sobre el borracho. Con un rugido de furia, lo agarró por el grasiento cabello y chocó su cabeza contra la mesa con una fuerza inhumana.
—?No hay perdón para los impíos! —voceó.
Antes de que pudiera reaccionar, el devoto tomó su cuchilla ceremonial de su cinturón, una hoja curva y desgastada por el uso en combate. Sin dudarlo, levantó la penosa cabeza que lloriqueaba y la hundió en el ojo con un movimiento preciso y brutal.
El hombre lanzó un grito desgarrador mientras la sangre brotaba en un chorro oscuro y caliente. La cuchilla giró cruelmente en la cuenca, arrancando sonidos húmedos y grotescos que hicieron que incluso los guerreros con los estómagos más duros miraran para otro lado..
Cuando el borracho finalmente dejó de moverse, el devoto dejó caer el cuerpo al suelo como un saco vacío. Se inclinó para recoger el emblema, sosteniéndolo con delicadeza a pesar de la sangre que manchaba sus manos. Lo levantó como una ofrenda, sus labios moviéndose en una oración silenciosa.
—La blasfemia no debe quedar impune —declaró, mirando al salón y luego directamente a mí.
No cruzamos palabra y cada uno regresamos a nuestro asiento, aún con lo sucedido, ninguno de los dos quería llamar aún más la atención si fuese eso posible.
Teryon, sentado de nuevo a mi lado, me lanzó una mirada cargada de ironía.—Lo has intentado. Aunque, debo admitir, el tipo tenía algo de razón sobre los dioses.Le lancé una mirada rápida y severa.—No tú también.—Tranquilo, amigo. Soy demasiado guapo para ser un hereje.
La noche antes del asalto, el cuartel estaba envuelto en un silencio inquietante. Algunos rezaban, otros afilaban sus espadas. Yo no pude dormir. Caminé por los pasillos oscuros del edificio hasta llegar a la estatua de Tharael. Caí de rodillas ante él, pidiendo fuerza, claridad... y la voluntad suficiente para no errar. Teryon me encontró allí.
—No puedes salvarlos a todos, Karvos —dijo, poniéndome una mano en el hombro. Sus palabras eran suaves, pero su tono era firme—. Solo haz lo que puedas. Nada más.
—?Y si fallo? —murmuré, incapaz de mirarlo a los ojos por las sombras creadas por el danzante fuego de las velas.
—No fallarás. Pero, si lo haces... yo estaré ahí, contigo.
Nos reunieron al amanecer en el patio principal, un lugar con suelo embarrado y ambiente húmedo. El capitán Jeral, un hombre que parecía tallado en granito, explicó la misión: el pueblo de Darneth, en las llanuras exteriores, se había convertido en un nido de herejes. Habían masacrado a sacerdotes, violado devotas, profanado templos y rechazado la autoridad de los Tres. Nuestra tarea era simple: destruirlos.
—?No dejéis piedra sobre piedra! —vociferó Jeral, su voz un trueno que sacudió el aire—. ?Ni una maldita alma en un cuerpo con vida! ?Que cada hereje arda en el fuego de su blasfemia!
Su pu?o golpeó el aire como si estuviera aplastando a la resistencia misma. La vena en su cuello latía como si fuera a estallar, y su rostro, enrojecido por el furor, era la imagen de la cólera divina encarnada.
—?Los dioses no toleran la debilidad ni la desobediencia! —rugió, se?alando a un horizonte metafórico con un gesto que parecía más un ataque que una orden—. ?Hacedlos pagar! ?Que su sangre riegue la tierra tanto que el suelo no pueda beber más!
Un rugido atronador rompió el lugar, nuestro grito colectivo resonó en el aire helado como una ola de pura furia. Los soldados, alineados en filas perfectamente ordenadas, golpeamos nuestros pechos con los pu?os a un ritmo ensordecedor, el eco rebotando en las monta?as cercanas.
—?Por los dioses! —clamó uno desde el frente, su voz fuerte como una trompeta.
—?Por la gloria de su justicia! —rugió otro, y el coro de respuestas se alzó como un trueno incontrolable.
Las botas pesadas se estrellaron contra el suelo al unísono salpicando el barro por doquier, haciendo temblar la tierra bajo ellos. El ruido crecía, un retumbar casi animal, lleno de rabia y devoción.
—?Ni un enemigo vivo! —gritó un soldado, alzando sus brazos hacia el cielo.
—?Que sus pecados sean pagados con sangre! —respondieron otros, y las filas enteras repitieron ese clamor como un cántico, sus voces entrecortadas por la violencia que ya hervía en sus venas.
Golpes en el pecho, el retumbar de las botas y los gritos salvajes se mezclaban, transformándonos a todo el ejército en una máquina imparable, un organismo único alimentado por la promesa de guerra y muerte. Las miradas de todos brillaban con una rabia fanática, mientras nos manteníamos firmes, tensos como si fuéramos a lanzarnos al combate en ese mismo instante.
Jeral levantó ambos brazos, reclamando silencio con un gesto seco que no admitía desobediencia. El rugido se desvaneció, dejando en el aire una quietud cargada de expectativa.
—?A los caballos! —ordenó con voz firme, como el golpe de un martillo sobre un yunque—. ?Que cada uno se prepare! Partiremos de inmediato.
Respondimos al unísono con un grito que parecía hacer frente al tronar de un dragón. Las filas se rompieron con la eficiencia de un ejército bien entrenado. Cuerpos cubiertos de armadura se movían como engranajes de una máquina inmensa, recogiendo armas, ajustando correas y asegurando sus capas contra el viento frío.
El relincho de los caballos de combate llenó el aire cuando comenzamos a montarlos, las bestias estaban tan entrenadas como sus jinetes. Cada uno llevaba la marca de los dioses en sus pechos y la furia en sus ojos.
Me moví con el grupo, ajustando la espada en mi cadera y lanzando una última mirada hacia Teryon, que estaba montando su caballo blanco con una sonrisa torcida en los labios.
—?Listo para ser un héroe? —me preguntó con un brillo de emoción en sus ojos, aunque sabía que detrás de eso se ocultaba el nerviosismo.
—Siempre lo estoy —respondí sin dudas.
El general lideró la marcha, su figura imponente destacaba contra el horizonte por su dorada armadura. La columna de soldados y caballos se extendía como una serpiente interminable a través de la llanura, el ruido de los cascos retumbando en el suelo se asemejan al preludio de una tormenta.
El ambiente estaba cargado de una energía oscura, un presagio que parecía susurrar que esta no sería una batalla más, sino algo que dejaría su marca en todos nosotros.