Abrí los ojos para toparme de nuevo con el interior del carruaje. El olor rancio del cuero y de la sangre seca me hace volver de nuevo a la fría realidad.
Moví el brazo izquierdo, sintiendo una punzada en las costillas donde la arpía había conseguido asestar el golpe. La herida seguía ardiendo, pero al menos ya no sangraba. Al menos el vendaje con los trozos de tela y el alcohol habían cumplido mínimamente su propósito.
El día aún no había clareado del todo; la luz grisácea de la ma?ana apenas se filtraba por las rendijas de la rasgada tela que cubría al carruaje. Me incorporé con esfuerzo, mi cuerpo protesta con cada movimiento por leve que sea.
Empujé la puerta de madera y bajé con cuidado, la nieve crujió bajo mis botas robadas. El bosque muerto me recibió con sus ramas desnudas y su silencio opresivo. El aire volvía a golpear mis rostro, pero gracias a mis nuevos ropajes no es tan insoportable como antes.
La espada cuelga de mi cadera, pesada. La garra de la arpía se resguardaba en mi mano, siendo una amenaza para cualquier criatura.
Mi atención se desvió al suelo, donde el rastro de las ruedas y pisadas era casi imperceptible por la sutil pero constante nevada. Las huellas serían de los viajeros que iban al lado del carruaje justo antes de encontrarse con su cruel destino.
“Habrán tenido que salir de algún pueblo para comerciar” razono. No era esperanza lo que me impulsaba, sino una fría lógica. Si había un refugio cercano, tal vez encontraría ayuda o al menos algo más que hielo y sangre.
Sigo el rastro con cautela, en el entrenamiento nos ense?aron a conciencia. Con cada paso, el rastro parecía desvanecerse un poco más, pero me aferro a él como un hombre que se aferra a su última oportunidad de vivir.
Tras lo que parecieron horas de marcha, el bosque comenzó a abrirse, y mis ojos captaron algo entre la bruma. Una aldea. Peque?a, apenas unas cuantas casas dispersas de manera raquítica, pero suficiente para ofrecer refugio si me aceptaban.
Estaba rodeada por una empalizada baja, hecha de troncos mal cortados. No era una fortaleza, apenas una barrera simbólica contra el mundo exterior. Me acerco hasta quedarme en el portón, abierto completamente como se?al de bienvenida o de amenaza.
Espero unos segundo y continúo andando, la timidez se había quedado varada el mismo día que me despojaron de mi ropa y me tiraron en la nieve. Las casas eran miserables, poco más que chozas con techos inclinados cubiertos de nieve y paredes que parecían temblar con cada ráfaga de viento. No había humo saliendo de las chimeneas, ni sonidos de vida cotidiana.
Sigo internándome en el pueblo, mi instinto me dice que cada sombra ocultaba un ojo vigilante. Algo no estaba bien, pero la necesidad de comida y descanso en condiciones era más fuerte que mis vagas sospechas.
La plaza central no era más que un espacio vacío rodeado por las tristes casas. En un rincón, una construcción un poco más grande destaca sobre el resto: una taberna, o algo que pretendía serlo. El cartel colgante estaba torcido, su madera es grisácea, desgastada por la escarcha. La pintura original parece haber sido borrada por los inviernos, pero alguien ha grabado a cuchillo un símbolo tosco: una cabeza de gato, con los ojos abiertos, sus pupilas alargadas como la de un depredador. Alrededor de ellos, líneas irregulares imitan rayos de luz o grietas, como si la madera estuviera a punto de romperse. Algunos surcos parecen te?idos de rojo oscuro, como si hubieran sido rellenados con sangre seca.
Empujé la puerta de roble, que se abrió con un quejido largo y agónico. El interior está iluminado por una única lámpara de aceite colgada del techo, que lanza inquietantes sombras sobre las paredes de madera ennegrecida por el tiempo.
El lugar era peque?o y casi vacío. Unas cuantas mesas se encuentran dispersas como si se avergonzaran unas de otras, todas cubiertas de manchas y astillas. Al fondo, un hombre de cabello blanquecino y rostro pálido limpiaba una jarra con un trapo sucio. Sus ojos se alzaron hacia mí cuando crucé el umbral.
El silencio en la taberna era tan áspero como el frío afuera. El tabernero me observa con una expresión que no pude descifrar en el momento. Tal vez era curiosidad, tal vez desconfianza, pero, desde luego, no había bienvenida en ella.
Avanzo dejando que la puerta se cerrara lentamente tras de mí.
—?Comida? —Mi voz suena más ronca de lo que me gustaría.
El hombre me miró durante un momento antes de asentir con lentitud.
—Lo que hay no es gratis, extranjero —respondió con un tono neutro.
El hombre me se?ala la mano.
—Quizá eso que llevas pueda cubrir los gastos.
Mis ojos se estrecharon mientras posaba la garra de la arpía en el mostrador; algo cambió en su rostro. Algo que él intentaba ocultar, pero que no pasó desapercibido para mí.
Algo en el aire me decía que este lugar escondía más de lo que mostraba. Aunque el hambre me devoraba por dentro, un presentimiento me helaba la sangre. Sabía que mi estancia aquí no sería un simple descanso del exterior.
El tabernero, sin decir una palabra, me coloca frente a mí un cuenco de guiso humeante. Su apariencia no es nada prometedora: el caldo es espeso y de un color marrón opaco, con algunos trozos de carne que no logro identificar completamente flotando en su interior. Sin embargo, el olor que emana es lo suficientemente tentador como para lograr ignorar la incógnita de su procedencia, al final, fue el día anterior en el que mastiqué la carne de la mujer monstruo. A su lado, una copa de vino, su color oscuro, casi negro, brilla bajo la luz vacilante de las velas. Todo el conjunto hace que mis entumecidos huesos logren aliviarse.
Cojo todo como buenamente puedo y me dirijo hacia una mesa apartada en una esquina, ba?ada, resguardada de la luz de la lámpara. La gente sigue murmullando, pero no me importa. Sólo quiero comer en paz, aunque sé que no será tan sencillo. El cuenco tiembla levemente entre mis manos mientras lo llevo a mis labios y tomo un sorbo. El sabor es mucho mejor de lo que esperaba, salado, robusto... aunque algo extra?o en el fondo. Me llevo los dedos a la boca y saco un huesecillo de ella. Estoy demasiado hambriento para preocuparme por detalles.
No he terminado ni la primera cucharada cuando noto una mirada fija en mi espalda. La presencia de tres aldeanos es inevitable; se levantan de sus sitios. No dicen nada al principio, pero sus posturas rígidas y los silenciosos susurros entre ellos no dejan lugar a dudas. Sus pasos, casi sigilosos, delatan algo más que simple curiosidad. No me cuesta reconocer la amenaza que emana de su presencia, una sensación desagradable que se enrosca en mi pecho, como la promesa de una tormenta que no se ve venir, pero que sabes que arrasará con todo. Uno de ellos, un hombre con cara curtida por el viento y las cicatrices visibles en sus brazos, hace un gesto hacia mi cuenco medio llenoy luego me mira directamente a los ojos.
—?Qué co?o haces aquí? —su voz es áspera y dura; las palabras salían de su boca con asco.
El otro, más joven, con mejillas marcadas con minúsculas pecas, tiene algo en su inocente mirada que me dice que está buscando una excusa para hacer algo. Su mano se acerca al cinturón, acariciando sutilmente el talón mellado de un cuchillo.
—Este no es lugar para forasteros —su tono tenso entra en conflicto con su agudo tono infantil.
La tercera, una mujer de expresión dura y labios apretados, se cruza de brazos y observa en silencio, como si midiera cada uno de mis movimientos. Un disimulado escalofrío me recorre el cuerpo, no me gusta cómo se agrupan. Siento la amenaza en el aire, palpable, como si el simple hecho de estar en este pueblo hubiera roto alguna regla no escrita.
No levanto la mirada hacia ellos, los dioses me protegen. No estoy en condiciones de pelear, pero tampoco voy a irme sin una razón. Dejo el cuenco con delicadeza en la mesa, evitando que se derrame ni una mísera gota del guiso, la otra mano reposa sobre el pomo de mi espada, aunque la hoja no está lista para desenvainarse aún.
—?Hay algo que no les guste de mi presencia? —mi voz es baja, pero firme—Yo sólo paso por aquí, buscando algo que me permita seguir mi camino. No busco problemas…ni soy yo el problema.
La mujer entrecruza los brazos, y el joven que aún toca el cuchillo frunce el ce?o. El hombre curtido me observa un momento más antes de hablar.
—?Y qué sabes de este lugar, eh? No es el mismo mundo del que vienes. Aquí, las cosas se hacen a nuestra manera.
—Los dioses exigen justicia, ?no? —mi tono es bajo, pero resuena en la taberna—. La lealtad se paga…y los errores, aunque el precio sea la sangre. Yo luché por ellos, viví por su voluntad... y creo en su promesa de redención. Ellos son perfectos. Los humanos deben temerlos por su divinidad.
Sus rostros cambian, pero no dicen nada, sólo me miran. La mujer, ahora con una ligera ceja levantada, espera. El joven, aún en tensión, parece dudar por un instante, pero el hombre curtido mantiene su postura desafiante.
—?De qué mierda hablas forastero, qué piensan tus dioses de nosotros entonces? —pregunta el hombre, su voz escarbosa, como si todo lo que dijera fuera un juicio.
Cierro los ojos un momento, respiro, dejando que el silencio se apodere de la taberna. Mis pensamientos se cruzan, la memoria del último combate, del último sacrificio…de mi amigo. Mis palabras no son sólo para ellos, sino para mí mismo.
—Pienso que hay que mirar a los ojos de los condenados para ver quiénes son, antes de decidir si merecen la redención. Todos somos esclavos de algo... ya sea la fe, la supervivencia o el odio. Pero sólo los dioses saben si aún hay algo que salvar en nosotros.
Me inclino ligeramente hacia adelante, dejando que el silencio me envuelva mientras ellos digieren mis palabras. La tensión sigue flotando en el aire, como si la atmósfera misma se estuviera agrietando. Los aldeanos, en su desconfianza, saben que no soy un hombre cualquiera. No cualquier extranjero vaga por el bosque con una espada y telas marcadas con un cóctel de sangres.
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El más ni?o no tarda en reaccionar. La furia arde en sus ojos, y la imprudencia de su juventud lo hace actuar con rapidez. No mide las consecuencias cuando saca el cuchillo de su cinturón, ahora las descubrirá. El brillo del acero es el único aviso antes de que se lance hacia mí, y no soy tan lento para no poder esquivarlo. Me levanto de golpe, la silla se tambalea con el sonido de las patas golpeando el suelo. Su brazo se alza, pero el movimiento es torpe, lleno de ira e inquietud..
Me aparto un paso hacia atrás, no hace falta mucho pues la hoja es corta. Su cuchillo roza mi brazo con un grito metálico, dejando una fina herida que empieza a arder al instante. Siento la quemazón; no debería haber fallado pues eso me da la oportunidad que necesito.
Con un rápido movimiento, mi pu?o hace contacto con su rostro. El crujido de su nariz al romperse es como un golpe de tambor en la taberna. Se aplasta bajo el impacto, una explosión de sangre escapa de su cara, rociando la mesa y el suelo, salpicando la ropa de los que están cerca. El grito que emite es una mezcla de rabia y terror, pero se pierde rápidamente entre el bullicio que se desata. El cuchillo cae tintineando en el suelo. Sus compa?eros parecen vacilar por un segundo, pero no lo suficiente como para detenerse.
Puedo sentir cómo todos se acercan, un grupo de sombras dispuestas a saltar sobre mí. Están demasiado asustados para actuar rápido, pero la sed de violencia, el hambre de algo más que simplemente sobrevivir, está en sus ojos. Sus manos tiemblan ligeramente, no por miedo, sino por sed de sangre, como almas en pena incapaces de controlar sus impulsos de matar.
Me alejo del joven, que sigue tambaleándose, tengo los nudillos cubiertos de sangre, pero no estoy lo suficientemente atento como para evitar que alguien más se acerque desde un lateral. Un aldeano, más astuto o quizás más rápido, me lanza un pu?etazo. Siento el impacto en mi costado, donde la herida de la bestia estaba sanando con un mejunje de alcohol y suciedad; se vuelve a abrir con un indescriptible dolor, creando una cascada de sangre, haciendome tambalear. No me caigo, pero la sensación de vulnerabilidad es aguda. Este lugar, estas personas... son más peligrosas de lo que parecen.
Me agarran de la ropa como infernales manos que me intentan arrastrar al mismísimo fuego, pero la puerta de la taberna se abre de golpe. Un crujido de madera raspa la quietud, y todos se detienen, cada uno girando hacia el umbral.
—?Basta! —la voz se impone sobre el bullicio. El tono grave, autoritario, corta la tensión como una espada afilada. Nadie se atreve a moverse, no todavía. Su presencia es suficiente para que el ambiente se congele.
El alcalde entra con la misma pesadez que un condenado, pero su impasible rostro es frío, como la niebla matutina. Cada paso suyo parece pesar más que el anterior, y su mirada recorre la escena con un desdén apenas disimulado.
Se acerca a mí y sus ojos recorren mis heridas y mi postura. No me dice nada. No hace falta. Su mirada parece albergar una amabilidad sutil, una amabilidad envenenada con una elegante cortesía, como si todo lo que está pasando se pudiese solucionar charlando alrededor de una fogata.
—Parece que hemos tenido un malentendido —dice, con un tono que podría confundirse con una reprimenda paternal—. Nadie debería levantar una mano contra un invitado.
Un invitado. La palabra flota en el aire como si no perteneciera a este lejano lugar, como si fuera un concepto extra?o para las personas aquí.
—?Invitado? —gru?e uno de los aldeanos, el hombre curtido, mirando al alcalde con una mezcla de incredulidad y resentimiento.
—Sí —responde tajante—. Este hombre es un viajero, y en nuestra aldea, no dejamos a nadie enfrentarse al frío y al hambre sin ofrecerle refugio.
Me mira directamente, y su rostro se suaviza. Hay algo en su expresión, un aire de confianza tranquila que parece sincero. Por un momento, casi olvido las heridas que late en mi costado y en mi brazo. Las hostiles miradas también son palpables todavía, como si fuese la presa de alguna manada de animales famélicos.
—Por favor, siéntate. No hay necesidad de más sangre derramada.
Sabe que me va a tentar, lo sé por la forma en que sus palabras resuenan en el aire, cargadas de una cálida sensación. Quiere que me quede. Quiere que crea que aquí encontraré lo que busco: la salvación, la oportunidad de redimirme ante los dioses… recuperar mi vida.
Su mirada es una jaula de oro, brillante, pero hecha para atrapar. Pero mi cuerpo, maltrecho, y las heridas de la batalla, la fatiga que me consume... me dicen que tengo pocas opciones.
El alcalde hace un gesto con la mano, como si todo fuera cuestión de rutina. Los aldeanos, que ya han comenzado a apartarse, vuelven a sus sitios. Pero la desconfianza se mantiene en el aire, pesada como un manto de plomo.
Se?ala a mi asiento de nuevo, invitándome a olvidar lo ocurrido. él se sienta en la misma mesa y cruza los brazos.
—No es común que veamos viajeros por aquí. Estas tierras son... duras, especialmente en invierno. ?Qué te trae por este camino?
Dudo por un instante. La fe siempre ha sido un refugio, pero también una carga. No todos entienden la devoción que guía mis pasos, y menos aún los sacrificios que he hecho en nombre de Los Tres. Finalmente, decido ser honesto, al menos en parte.
—Busco redención —respondo, entre bocado y bocado. Mi voz es baja, pero firme—. Mi camino es incierto, pero confío en que me llevará donde debo estar.
El alcalde asiente lentamente, como si comprendiera. Su expresión no cambia, pero hay algo en sus ojos que sugiere una experiencia similar, una lucha interna que no comparte con nadie.
—Todos tenemos nuestros demonios —dice, mirando hacia la ventana, donde la nieve golpea el cristal con furia—. Y nuestras razones para seguir adelante.
Sus palabras son simples, pero cargadas de significado. Por un momento, el silencio entre nosotros es casi cómodo, como si ambos estuviéramos lidiando con algo demasiado grande para ser explicado con palabras.
—Esta noche podrás quedarte aquí, en el refugio del pueblo —a?ade finalmente, con un tono de resolución—. Ma?ana, cuando el sol salga, decidirás si deseas continuar tu viaje. Pero hasta entonces, descansa.
Lo dice con una amabilidad que parece genuina, y algo en su tono me invita a aceptar su oferta. Aunque una parte de mí quiere desconfiar, otra sabe que no tengo muchas opciones. Estoy herido, cansado, y el frío afuera es un enemigo al que no puedo enfrentar solo, no ahora.
—Gracias —respondo, inclinando ligeramente la cabeza.
El alcalde se levanta, sus movimientos pausados y seguros. Antes de salir, me lanza una última mirada, algo que podría interpretarse como comprensión o simple curiosidad.
—Que encuentres lo que buscas, viajero.
La puerta se cierra tras él, y el murmullo de la taberna vuelve, aunque mucho más tenue. Los aldeanos siguen mirándome de reojo, pero ahora hay menos desafío en sus ojos, sólo una curiosidad fría, como si yo fuera un artilugio extra?o que no terminan de entender.
La mujer se acerca a mí después de que el alcalde se marcha, con movimientos rígidos, posiblemente por una artrosis. Su rostro es delgado, marcado por arrugas prematuras que hablan de una vida dura. Se presenta como Drena, con una voz que no parece haber pronunciado muchas palabras amables en su vida.
—Te llevaré al refugio —dice, sin siquiera preguntar si estoy listo para partir.
Afuera, la tormenta ha redoblado su furia. El viento corta como cuchillas mientras sigue arrastrando las blancas cenizas del bosque muerto, que se entremezclan con la nieve. Cada paso es un desafío, hundiéndome hasta las pantorrillas en el manto blanco que cubre todo el camino. Drena camina delante de mí, su figura envuelta en una raída capa que apenas resiste el temporal.
El pueblo es peque?o, más de lo que parecía cuando entré. Las casas, miserables estructuras de madera ennegrecida, se apilan unas contra otras como putrefactos cuerpos en una fosa común. No hay signos de vida; ni ni?os jugando, ni ganado, ni siquiera un perro que ladre para romper el silencio opresivo que emana de las fauces de la nada.
—?Siempre es así? —pregunto, alzando la voz para vencer el aullido del viento.
—?El qué? —responde Drena, sin girarse.
—El silencio.
Se detiene un momento, y su cabeza se inclina apenas, como si estuviera decidiendo si responder. Finalmente, suelta un susurro que el viento secuestra.
—El invierno trae hambre. Y el hambre se lleva todo.
No dice más, yo tampoco insisto. Hay algo en sus palabras, algo en su tono seco, que me dice que la conversación no llegará a ningún lado que me interese explorar.
Llegamos a una peque?a caba?a al borde del pueblo. Es más grande que las otras casas, pero a simple vista está más descuidada. Las ventanas están cubiertas con tablones, y la puerta tiene marcas de clavos oxidados que parecen haber sido arrancados y puestos de nuevo muchas veces.
—Es aquí. —Drena abre la puerta con un chirrido largo y penetrante, invitándome a entrar.
El interior no es mucho mejor. Una chimenea vacía domina la pared opuesta, y el suelo de madera cruje bajo mis botas. Hay una cama de paja sencilla, un banco junto a la chimenea, y un par de mantas que parecen más viejas que el bosque. Pero está seco, y por ahora, eso es suficiente.
—No hay mucho, pero te servirá —dice, y se queda un momento en el umbral, mirándome como si quisiera decir algo más.
—?Quieres algo? —pregunto, dejando caer mi espada junto a la cama.
—No... sólo... descansa.
Se va sin esperar respuesta, cerrando la puerta tras ella. Me quedo solo, envuelto en el silencio de la caba?a.
Me acomodo en el banco junto a la chimenea apagada, palpando la herida en mi costado. Está inflamada, pero no parece infectada, al menos no todavía. Con algo de suerte, el reposo será suficiente para recuperar algo de fuerza.
La ventana, apenas visible a través de las tablas, deja pasar un rayo de luz pálida. Todavía es de día, pero el cielo está tan cubierto de nubes que parece un crepúsculo interminable.
Me echo en la cama con un suspiro pesado, sintiendo cómo el calor del guiso comienza a desvanecerse en mi interior. Mis ojos se cierran casi de inmediato, pero mi mente sigue despierta, luchando contra todo lo que ha ocurrido y lo que seguramente ocurrirá.
La nieve sigue cayendo, golpeando el techo como un tamborileo distante, y el frío se cuela por cada grieta de la caba?a. Este lugar tiene algo extra?o, algo que no puedo definir, pero por ahora, el cansancio supera a la inquietud.
De pronto, estoy despierto, aunque no puedo moverme. Es como si la propia noche hubiera descendido sobre mi pecho. Intento respirar, pero el aire apenas llega. Las sombras de la habitación se alargan, retorciéndose como grasientas serpientes que se ocultan justo fuera de mi campo de visión. Algo está aquí conmigo. No puedo verlo, pero siento su presencia.
Un leve zumbido llena mis oídos, una vibración baja, constante, que parece provenir de dentro de mi propia cabeza. La presión en mi pecho aumenta, y un frío antinatural comienza a reptar desde mis pies hasta el corazón. Intento mover los dedos, pero están rígidos, muertos al tacto. La espada, apenas un paso de mí, podría estar tan lejos como si estuviera en otro mundo alterno.
Entonces, lo percibo. No con los ojos, porque mi visión sigue clavada en el techo de la caba?a, sino con algo más profundo, más primitivo. Hay algo en la habitación. Está de pie en la esquina, inmóvil, observándome. Su presencia es densa, como un peso en el aire que dobla el espacio a su alrededor. Me esfuerzo por girar la cabeza, por ver qué es, pero mi cuerpo no responde.
El tiempo se estira. Pasa un segundo, o quizás unas horas. El zumbido crece, y algo empieza a moverse en el límite de mi visión. Es un contorno apenas definido, una figura alta, encorvada, como si sus propios huesos fueran un peso que no puede sostener. Sus movimientos son lentos, deliberados, y cada paso que da suena como ramas secas rompiéndose en un bosque. No hay ojos, pero siento su mirada, penetrante y vacía, como si escarbara en mi alma buscando algo que ni siquiera yo sé que tengo.
Intento respirar, pero el aire se niega a entrar. Su mano —?es una mano?— se extiende hacia mí. Sus dedos, largos y huesudos, parecen estar hechos de algo que no pertenece a este mundo. Se posa sobre mi pecho, y el frío se transforma en un dolor agudo, como si me estuvieran arrancando la vida, fibra por fibra.
De pronto, parpadeo. Una vez. Y todo desaparece.
El peso, el frío, la figura. Todo. Pero el eco de su presencia queda, como una marca invisible quemada en mi carne. Me quedo allí, inmóvil, jadeando en el silencio. El sudor me cubre por completo, helado contra mi piel, y mis manos tiemblan mientras alcanzo la espada. Su empu?adura es fría, pero reconfortante.
Mis ojos recorren la caba?a, buscando cualquier se?al de que lo que acabo de experimentar haya dejado algo tangible. Pero no hay nada. Sólo el viento gimiendo afuera y una inusual luz anaranjada filtrándose por las rendijas de las tablas.
Y entonces lo oigo.
Cantos.
Son sonidos que se originaron antes que el lenguaje. Vibran, resonando a ritmo lento y ceremonial. Suenan fuera de la caba?a, pero no logro distinguir nada por la diminuta rendija de la caba?a.
Me pongo de pie, tambaleándome un poco. El aire en la caba?a se siente más denso, más frío, como si hubiera cambiado algo en el mundo mientras estaba atrapado en mi parálisis. Me acerco a la puerta, pero al tirar de ella, no cede. Un tirón más fuerte tampoco la mueve.
Cerrada. Desde afuera.