El cántico sigue, más fuerte ahora, con un ritmo lento pero penetrante que me martillea los oídos. Acerco el rostro a la madera, pero apenas puedo distinguir el sonido de pasos sobre la nieve y algo más… antorchas. Eso explicaría el resplandor vacilante que se filtra por las rendijas más anchas.
Aprieto los dientes y levanto la espada, posicionando la punta contra el marco de la puerta. Es madera vieja; sólo se necesita un poco de convicción. Aprieto los dientes con fuerza y uso mi peso para empujarla. El ruido seco de las tablas partiéndose retumba en el silencio. No puedo abrirla completamente, pero logro arrancar una astilla lo suficientemente grande como para asomarme.
El aire helado entra por la abertura y me golpea en la cara, junto con el fúnebre sonido de los cánticos y el murmullo de una procesión.
Los aldeanos están allí, más de los que había visto en la taberna, todos encapuchados o con sus rostros ocultos en sombras. Llevan antorchas que ba?an la nieve en una luz anaranjada, mientras caminan en formación, lentos y solemnes. Algunos cargan estandartes improvisados, toscos palos sin tratar con pieles amarradas, colgando como macabros trofeos de caza.
Se detienen justo frente a la caba?a. Las voces se apagan como si alguien hubiera apretado una garra alrededor de sus gargantas. Sólo el chisporroteo errático de las antorchas llena el aire, iluminando figuras que parecen surgir del hielo mismo. Entonces, una sombra más imponente da un paso al frente: el alcalde.
Levanta una mano con gesto lento, casi ceremonial, y cuando habla, su voz es grave y cortante, como un hacha oxidada.
—El Wendigo se ha cobrado más vidas de las que podemos contar. Ayer, sentimos su hambre una vez más. Nuestros amigos y el carruaje... sus cuerpos destrozados fueron el recordatorio de lo que ocurre cuando tratamos de ignorar su presencia.
El alcalde se detiene un momento, como si saboreara el peso de sus propias palabras. Su mirada se pierde en la envolvente oscuridad del bosque, mientras el sonido de las antorchas sigue crepitando. Los aldeanos, en un silencio reverente, esperan la siguiente parte de la historia.
—Hace muchos inviernos, cuando la nieve caía sin cesar y la hambruna amenazaba con tragarnos a todos... uno de nosotros, un hombre llamado Jorik, tomó una decisión que condenó su alma. —El alcalde deja que el aire se cargue de tensión antes de continuar—. El hambre, la desesperación... lo empujaron a una locura impensable. No había carne que cazar, ni animales que pudieran darnos sustento. Entonces, en su desesperación, miró a su propio hermano. Y lo devoró.
Los aldeanos intercambian miradas cargadas de horror y morbo, como si la conocida historia aún tuviera el poder de estremecerlos.
—Al principio, fue sólo un susurro en su alma. Un impulso primitivo, que pensó que podría controlar. Pero la carne humana... el pecado de devorar a los suyos... lo transformó. —El alcalde baja la voz, y su tono se vuelve aún más oscuro—. En lo que vino después... no quedaba nada de Jorik. Lo que se levantó de las cenizas de su humanidad fue una bestia, una criatura cuyo hambre nunca se saciaría. En su insaciable devorar, se convirtió en algo mucho más que un hombre.
Una breve pausa. Los aldeanos asienten en silencio. Sus ojos buscan la rendija que he abierto en la puerta, y cuando la encuentra, su boca se curva en una sonrisa que podría cortar.
—Nuestro invitado descansa dentro. —Su tono es enga?osamente suave, como si estuviera hablando a un amigo íntimo, pero cada palabra está cargada de intención—. Espero que aprecie el sacrificio que hemos hecho para conseguir el descanso que tanto ansiamos.
Un murmullo aprobatorio vuelve a brotar de los aldeanos, arrastrándose entre ellos como un viento malsano. Me aparto de la rendija, mi mente empieza a atar cabos.
Carruaje. Cuerpos destrozados. Invitado. Las piezas encajan, cada una más violenta que la anterior.
Afuera, el alcalde alza su antorcha más alto, iluminando a la multitud que lo rodea.
—Esta noche, nuestro pacto será renovado. Y nuestra aldea... seguirá viva.
Su voz se apaga, pero la amenaza detrás de sus palabras queda resonando en el aire helado, clavándose en mi pecho como una estaca.
El viento se detiene, macizo, como si el mundo mismo hubiera contenido su aliento. Un escalofrío me recorre la espina dorsal. La quietud es densa, una calma ominosa que presagia la llegada de algo intensamente peor que la muerte. En medio de la oscuridad, los árboles susurran como si temieran el sonido que está por llegar. Y entonces, entre las sombras, se mueve.
La criatura emerge del bosque, lentamente, como si la misma oscuridad fuera su túnica. Su figura es alargada, retorcida, casi etérea, y su paso es un rumor inquietante sobre la nieve que cruje bajo su peso. Su cuerpo, una masa de desnudos huesos y piel tirante, se desliza hacia adelante, como un cadáver animado por un hambre capaz de devorar al cielo.
Su rostro... el rostro del Wendigo, es lo primero que uno nota. El pálido cráneo de venado sobresale de sus hombros, una macabra corona de astas retorcidas que se alzan hacia el cielo, como dedos marchitos de un dios olvidado. Sus ojos son dos brasas encendidas, un poderoso fuego que arde con una furia infinita, iluminando la oscuridad con una fuerza malsana. Pero no hay alma en esos ojos, sólo un vacío insaciable.
Su pelaje es escaso, una capa sucia y desordenada que apenas cubre las orejas y parte de su cuello. El resto de su cuerpo es una aberración de carne destrozada y huesos expuestos, la es piel tensa y grisácea como una envoltura de fino cuero, apenas cubriendo una estructura ósea que parece demasiado grande para ella. Es una figura tan consumida que sus costillas se marcan como gusanos bajo la piel, como si la vida misma hubiera sido exprimida de su cuerpo.
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Sus dedos largos y delgados se arrastran por el suelo, garras afiladas que raspan la nieve con un sonido que congela la sangre.
Y su aliento... su aliento es un vaho helado, una niebla espesa que se arrastra por el aire, llevando consigo el olor a carne en descomposición, a tierra mojada y a muerte inminente. Cada respiración de la criatura es un recordatorio del hambre que la consume, un hambre que sólo puede calmarse con sacrificios, con la vida de aquellos que se atrevan a desafiarla.
El Wendigo avanza, y con cada paso, la oscuridad se hace más profunda, más absoluta. Un ser creado por el pecado, por el hambre insaciable que no conoce la misericordia, se acerca, y con él, el fin de todo lo que queda. Los aldeanos, paralizados por el terror, no se atreven a mover un músculo, como si cualquier acción pudiera invocar su ira. Y, sin embargo, todos saben lo que está por venir.
El demonio del bosque entra por la puerta, pero no de manera gloriosa. Se encorva, su cuerpo descomunal tiene que encogerse para atravesar la abertura, como una bestia aplastada que ya ha roto los límites de su forma. El cráneo de venado choca contra el umbral, un sonido sordo que resuena en la madera, como si estuviera perforando el aire mismo.
Sus ojos se fijan en mí, y en ese momento todo el frío de la caba?a parece volverse espeso, pesado. La criatura da otro paso y, al hacerlo, el largo crujir de sus huesos llena el silencio. El viento helado de la noche entra a través de la puerta rota, pero nada puede enfriar lo que está por suceder.
El Wendigo, su cuerpo retorcido y delgado como un cadáver despojado de carne, se endereza ante mí con un gru?ido bajo que resuena en los blandos tablones de la caba?a, como si el eco de una eternidad de hambre estuviera brotando de su garganta. Con un rugido animal, levanta una de sus enormes manos, sus garras rasgan el aire con una velocidad que apenas puedo seguir, pero tengo buenos reflejos, o al menos eso quiero creer.
Levanto la espada dándome una sensación de irracional ligereza. Mi brazo tiembla de agotamiento y dolor, pero la hoja se clava en su cuerpo, un impacto que suena más a metal contra hueso que a carne. La espada corta, pero no penetra tan profundo como esperaba.
El Wendigo gira sobre sus talones, como un relámpago de furia. Con un solo movimiento de su brazo, me lanza fuera de la caba?a como si fuera un trapo viejo, golpeando el helado suelo con un estruendo sordo. El dolor recorre rápidamente toda mi columna vertebral, y la niebla de la conciencia amenaza con cubrir mis ojos, pero me obligo a permanecer despierto.
Mi depredador no se detiene. Ahora se mueve también sobre sus patas delanteras, pero de una manera inhumana. Se arrastra, como un monstruo de la noche, vistiéndose con un aire animal. Su cabeza gira hacia mí, y sus ojos, ardientes como un pozo de penitencia, se clavan en mis músculos. Y entonces corre, no con la velocidad de un hombre, sino con la desmesurada rapidez de algo que ha perdido toda conexión con el mundo mortal.
Se lanza hacia mí, y antes de que pueda reaccionar, me alcanza con su mandíbula abierta, afilada como dagas. Sus dientes se clavan en mi costado, desgarrando carne, arrancándola como si fuera papel. La fuerza de su mordisco es tal que siento el crujir de mis huesos bajo su peso. Me levanta con la boca, mi cuerpo flota en el aire mientras la bestia me sostiene como si fuera una presa fácil.
Un grito sordo escapa de mi garganta. La sangre brota en una corriente cálida, empapando la piel, el metal de la espada, y el suelo bajo nosotros.
Mi visión se vuelve borrosa. La espada se cae de mis manos y, por un breve segundo, todo parece detenerse. Pero no estoy muerto. No aún. No voy a morir aquí.
Con un rugido de rabia y desesperación, alzo mi mano, con lo poco que queda de fuerzas, y clavo los dedos en el ojo del monstruo. No pienso, sólo aprieto con todas mis fuerzas. El Wendigo grita, un alarido que me hace estremecer, mientras algo viscoso y gelatinoso estalla entre mis dedos. El alarido de dolor y furia quema el aire mientras la sangre oscura brota de su cuenca vacía. Su cuerpo se sacude violentamente, y por un instante, todo parece volverse irreal. Mi visión es un túnel que se oscurece por cada segundo que paso en el suelo.
El Wendigo cae hacia atrás, sus lamentos llenan la noche como un coro infernal. No puedo correr, apenas puedo moverme, pero sigo arrastrándome, alejándome de él. Siento la helada nieve contra mi carne desnuda y rota. La espada está ahí, a un suspiro de distancia. Si fallo en cogerla, estoy muerto.
El frío sigue apretando, pero la necesidad de sobrevivir me quema más que el viento helado. Mis dedos temblorosos, ensangrentados, se cierran alrededor de la empu?adura de la mellada arma. El hierro es lúmbeo, como si todo el peso de la desesperación se hubiera acumulado en ella. Con un esfuerzo que me desgasta el alma, la tomo y, entre jadeos, la uso para levantarme.
Me muevo hacia lo que parece una estructura cercana. Es una vieja construcción de madera, con tejados bajos y desgastados por el tiempo. Sin pensar más, me cuelo dentro, buscando algún lugar donde esconderme de la monstruosidad que aún me persigue.
Subo por las escaleras crujientes, chocando contra las paredes, el sonido de mis botas resuenan en la oscuridad como un cervatillo que huye. Llego al tejado, y el aire me vuelve a cortar mis pulmones. El viento me golpea con fuerza, pero la vista desde aquí me ofrece una ventaja: puedo ver al Wendigo, que me está buscando, como un cazador ansioso por acabar lo que ha comenzado.
Este llega rápidamente, sus movimientos rápidos y erráticos son como una pesadilla viviente. Levanta su cuerpo retorcido y se agarra a la pared hundiendo sus u?as, subiendo con facilidad, tan ágil como una ara?a de hueso y pellejo.
Cuando su rostro emerge por encima del borde del tejado, mi cuerpo se tensa. Mis piernas fallan, pero la espada sigue allí, en mis manos. No puedo esperar más. Con un rugido sordo, me lanzo hacia él, usando toda la fuerza que me queda. La colisión es brutal: mi peso y la fuerza de mi placaje lo derriban, hundiéndonos ambos al suelo con un estrépito que parece romper las entra?as del tiempo. La tierra tiembla bajo nosotros, y la oscuridad se apodera de todo.
Estamos tumbados, el Wendigo está debajo de mí, su cuerpo frágil y huesudo se retuerce bajo el peso de la lucha. El pomo de mi hoja está en mis manos, pero algo no cuadra... No puedo ver qué sucede por los rápidos movimientos y el forcejeo, solo siento la lucha, el sudor que empapa mi rostro y la sangre que empieza a mojarme la tripa, caliente y densa. Mis manos tiemblan, pero la espada sigue aferrándose a mi voluntad.
Una sacudida violenta me lanza hacia un costado, y el Wendigo, con un rugido salvaje, se empieza a incorporar. Puedo sentir su furia, como un torrente de podredumbre, mientras mis fuerzas se desvanecen.
En un instante que parece eterno, me levanto. La espada sigue allí, clavada en el pecho del Wendigo, pero yo no lo había notado hasta ahora. El hierro brillante sobresale por su espalda, ensangrentado.
Con un esfuerzo que me destroza, me incorporo y me lanzo de nuevo hacia él, volviéndolo a tumbar. Arranco la espada, que emite un sonido sordo al liberarse. El Wendigo gru?e, aún aguantando, pero yo ya no tengo piedad. Con el último resto de fuerza que me queda, levanto el filo y me hago paso através de su cuello.
El cuerpo del Wendigo se desploma, inerte. La cabeza rueda a un lado, el ojo aún brilla con poder en su rostro muerto.Los cantos cesan de golpe. Escupo sangre y miro mi arma, rota, inservible. La hoja se fragmentó al devorar lo que sería su última víctima.
Mi visión se nubla, y la oscuridad me engulle como una marea creciente. La sangre fluye desde mi boca, caliente y metálica, y mi cuerpo se rinde al agotamiento. Antes de caer completamente al suelo, mis últimas sensaciones son el frío de la noche, la tierra bajo mi espalda, y la insoportable sensación de un peligro que aún me acecha.