Recuerdo el camino hacia la batalla. La humedad y el creciente frío del oto?o destaca frente a la calidez del cuartel. Fueron dos días de viaje hasta el objetivo. Todo el ejército divino estaba dispuesto a entregar la vida por los dioses y honrarlos con sangre y gloria.
La llanura se extendía ante nosotros como un vasto vacío, sin más horizonte que la hierba que se agitaba con el viento, creando un vibrante pelaje en la tierra. El frío calaba los huesos, pero no era eso lo que más me quemaba, sino la certeza de lo que nos esperaba sería duro…matar es duro. La tierra bajo los cascos de los caballos crujía con la misma indiferencia que la mirada de Jeral, nuestro comandante, que no conocía el cansancio ni la duda.
Cabalgamos sin pensar, siguiendo el ritmo de los demás, como una bestia que no sabe si es conducida por un maestro o arrastrada por un destino ya sellado. La velocidad del galope frente al aire cortaba mi rostro, empujándome hacia un futuro tan oscuro como la lluvia que nos rodeaba. Había pasado ya demasiado tiempo desde que ofrecí mi alma a los dioses, y, sin embargo, aquí estábamos: marchando hacia una nueva carnicería, a través de un mundo que ya se había olvidado de la misericordia.
—?Mantener el paso! —La voz de Jeral retumbó, dura como un golpe de martillo en un yunque. La orden era simple, pero con una dificultad insoportable. Ninguno de nosotros se atrevió a vacilar.
A mi lado, Teryon cabalgaba en silencio. No necesitaba mirarlo para saber que él también sentía el peso de nuestra misión. Había algo en su mirada, un vacío que se extendía más allá de las estrellas, que no alcanzaba a comprender del todo. Algo había cambiado en él, y tal vez también en mí. Quizás éramos la misma cosa ahora: peones de un ejército condenado, marcados por una fe que mataba lentamente a quien no la siguiese. éramos la parca de los herejes.
La tierra se estiraba interminable, y la niebla, al igual que nuestras sombras, nos devoraba poco a poco. Cada paso era más complicado que el anterior, como si el mismo aire nos empujase voluntariamente hacia atrás.
El segundo día llegaba con la misma neblina gris que cubría todo lo que veíamos. A lo lejos, apenas podía distinguirse el borde de un mundo que ya no me pertenecía. La lluvia seguía cayendo, sin cesar, como un llanto eterno que no acababa nunca. El peso de las armadura sobre mis cuerpo era ahora un eco que me hablaba en un lenguaje que ya no entendía. La espada, que una vez me había sido tan extra?a, parecía ser parte de mí, como una extensión de mi brazo hecha para asesinar.
La marcha avanzaba como un río congelado. Sin ruido, sin palabras. Cada soldado iba sumido en su propio silencio, como si el simple hecho de respirar ya fuera un delito. Mis pensamientos eran poco más reflejos apagados de una vida anterior, de una fe que aún se aferraba a mi pecho como un cadáver que no se deja enterrar. Teryon seguía a mi lado, su expresión distante, como si el hombre que había conocido ya se hubiera desvanecido en algún rincón sombrío de la guerra.
—?No tienes miedo? —me preguntó, su voz baja, casi un susurro, perdido en la vasta quietud que nos rodeaba.
La pregunta me alcanzó de sopetón, y la respuesta se me escapó como un suspiro olvidado.
—?Miedo? —repetí, mi voz rasposa, te?ida por un cansancio que no tenía nombre—. El miedo no es más que un lujo, Teryon. Aquí, sólo queda el deber. Los dioses nos han marcado, y hemos de seguirles, sin mirar atrás.
Teryon no dijo nada. Su mirada se desvió hacia el suelo, y pude ver cómo la sombra de sus dudas se alzaba como un terrible espectro entre nosotros. Aunque quisiésemos no nos podríamos detener. El camino estaba trazado, y nosotros éramos el destino de los paganos.
Al final de la llanura, apenas se distinguía una silueta, un punto que parecía flotar entre la niebla. No era un lugar conocido, pero todos nosotros supimos que ese era el objetivo que seguíamos. Los herejes nos esperaban. Y nosotros les haríamos pagar por su insolente vida.
La marcha continuaba. Sin preguntas, sin respuestas. Solo adelante, siempre adelante.
Pasadas unas horas acampamos en un claro del bosque, un círculo improvisado de cansancio y nervios.
A medida que dejábamos nuestras cosas vi algo en el suelo que me llamó la atención. Huellas, demasiado profundas, demasiado organizadas. Se lo mencioné a Teryon, pero él sólo sonrió, encogiéndose de hombros. "Habrán pasado animales" me dijo.
Las ramas desnudas se retuercen sobre nosotros como dedos afilados, y el viento trae consigo un murmullo que no es del todo humano. Nos reunimos en torno a Jeral, su silueta estaba recortada por la escasa luz de las antorchas. Su rostro, curtido por el tiempo y la guerra, parecía más una máscara que una cara.
—Escuchad bien, porque no repetiré lo obvio —comienza, su tono es tan frío que corta más que un grueso cuchillo carnicero—. Este lugar... este pozo de inmundicia, será purificado esta misma noche.
Levanta un brazo y se?ala hacia el horizonte, donde se intuye la sombra del pueblo entre los árboles, ahora durmiente.
—Nos dividiremos en grupos. Primero, rodearemos el asentamiento. No dejaremos opción a escapar. Cuando caiga la noche y las sombras estén de nuestro lado, prenderemos fuego a las casas. Que ardan con sus pecados y que se consuma su existencia.
Hace una pausa, dejando que sus palabras calen entre nosotros como gotas de una tormenta..
—Los que salgan, los matáis. Sin excepción. Mujer, ni?o o anciano, todos son cómplices de esta traición contra los dioses.
Algunos de los soldados intercambiaron miradas nerviosas, pero ninguno se atrevió a alzar la voz. El comandante continuó.
—Cuando el fuego haya hecho su trabajo, avanzaremos hacia el edificio principal. Allí se alzará la bandera del Ejército Divino, un recordatorio eterno de que aquí no queda lugar para el pecado. Hasta que esa bandera ondee, no habréis cumplido vuestro deber.
Miro a Teryon de reojo. Su mandíbula está apretada, sus ojos fijos en el suelo. En el aire flota algo más que la amenaza de la batalla. Es como si el bosque mismo escuchara, como si los árboles se burlaran de nosotros, conscientes de un destino que aún no podemos ver.
Jeral baja la voz, aunque sus palabras resuenan como un eco que se cuela en los rincones más oscuros de mi mente.
—Recordad esto: los dioses no toleran la debilidad. Ni la vuestra, ni la mía, ni la de ellos. El fuego purifica. Y si os consume a vosotros también, será porque no erais dignos de caminar bajo su luz.
El silencio nos invade. Cuando la luna se esconda entre las nubes, empezaremos nuestra misión. Este no será solo un combate. Será una masacre.
El calmado aire se rompe con las primeras órdenes. El fuego comienza a propagarse como una bestia hambrienta, devorando las casas que, hasta hace un momento, se alzaban sombrías y heladas. Las llamas lamen los muros y los tejados, y el humo asciende al cielo como una plegaria oscura.
Espero, espada en mano, mientras el calor crece y el aire se vuelve denso y ácido en mi garganta. Los gritos deberían haber comenzado ya. Los aldeanos, con su miedo y su desesperación, tendrían que salir de sus refugios para morir bajo nuestras armas. Pero nada. No hay pasos, ni llantos, ni súplicas. Sólo el rugido del fuego y nuestras sombras que bailan al son de las llamas.
Miro a mi alrededor, la inquietud creciendo en mi pecho. Los soldados se agrupan, algunos murmurando entre ellos, otros avanzando hacia las llamas, confundidos. Entonces, lo veo. Una figura se materializa entre el humo, emergiendo como una pesadilla.
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Un elfo. Pero no como los de los cuentos de infancia, aquellos de ojos brillantes y risas ligeras. Es un elfo de cristal el que se alza entre las llamas como una figura salida de un mal sue?o, una aberración sublime y aterradora. Su piel es de un blanco puro, pero bajo la luz danzante del fuego, revela un tenue tono azul, como si las venas de su cuerpo fueran ríos helados que recorren un terreno inhumano. La superficie de su carne no es opaca como la de los hombres, sino que posee un brillo extra?o, translúcido, como si su interior estuviera compuesto de hielo o vidrio, permitiendo vislumbrar sombras sinuosas que se mueven bajo su dermis.
Los ojos, dos pozos incandescentes de luz helada, no pesta?ean ni parpadean, pero te devoran, como si vieran más allá de la carne y el acero, penetrando directamente en el alma.
El cabello, largo y liso, cae como una cascada de plata líquida sobre sus hombros, reflejando las llamas a su alrededor y a?adiendo un aura etérea a su presencia. Sin embargo, no hay nada celestial en él. Su porte, su mirada, incluso el aire que parece vibrar a su alrededor, gritan de su dominio sobre las artes oscuras.
Son maestros de la hechicería de transparencia, dicen los libros; capaces de doblar la luz misma y tejer ilusiones que enga?an incluso al más sabio. Cada movimiento suyo es deliberado, un gesto calculado para inspirar miedo o reverencia. Su túnica, de una fina tela negra, está decorada con filigranas brillantes que se asemejan a grietas en el cristal, como si fuera parte de él, una extensión de su misma esencia.
Alza una mano, delgada y mortal, cuyos dedos parecen largos fragmentos de hielo, y pronuncia palabras que no deberían existir. Cada sílaba reverbera en el aire, deformándolo como el calor de una forja, y la ilusión que había ocultado a los herejes se desvanece como un telón al caer, revelando la trampa mortal que ha tejido.
Es una visión que perturba, una combinación de belleza alienígena y un poder tan puro que resulta nauseabundo. A su alrededor, el fuego parecía reflejarse, como si incluso las llamas fueran parte de él.
—Esta noche vuestros dioses mirarán vuestra derrota con miedo —declaró con una voz que es un canto de muerte—. Esta noche conoceréis el vacío, y ellos os olvidarán, como vosotros olvidasteis vuestra bondad.
El aire alrededor de él se distorsiona, como si el calor del fuego fuera absorbido por su presencia. Y entonces, el mundo cambia.
El suelo, que creíamos vacío salvo por las cenizas, cobra vida. Sombras surgen de todas partes, soldados herejes que emergen de un velo de invisibilidad. Habían estado allí todo el tiempo, observando, ocultos por algún maldito hechizo propio de esta raza de elfos. Sus armas relucen bajo la luz del fuego, y sus gritos de guerra resuenan con una ferocidad que hace temblar la tierra misma.
Teryon, a mi lado, suelta una maldición mientras desenvaina su espada. —Esto no era parte del plan.
—El plan nunca importó —respondí, mis palabras se ahogan por el rugido del comienzo de la batalla.
El choque es brutal, inmediato. Los primeros soldados de nuestras filas caen antes de que puedan alzar sus escudos. Flechas silban, lanzas atraviesan cuerpos, y el suelo se ti?e rápidamente de rojo. Mis botas resbalan en el barro y en las vísceras rotas de los caidos. La espada vibra en mi mano cuando encuentro el primero de ellos, un hombre con una sonrisa que ense?a sus dientes y un hacha que parece haber bebido de demasiados cráneos.
—?Karvos, a tu izquierda! —grita Teryon, y giro justo a tiempo para desviar un golpe que habría partido mi cuerpo y contraataacar clavando mi acero en su estómago
El caos es absoluto. No hay líneas, ni estrategia, sólo un frenesí de hierro y carne. Entre cada golpe, busco al elfo. Su figura se alza al fondo, inmóvil, como un escultor admirando su obra macabra. Su magia sigue vibrando en el aire, y cada palabra que pronuncia parece un paso más que nos hunde.
Un soldado cae a mis pies, su garganta está abierta en un ángulo imposible. Me inclino para recuperar mi aliento, pero el sonido de la guerra no cesa. Las llamas continúan devorando el pueblo, pero ahora parecen meras velas ante la magnitud del desastre.
Teryon está cerca, su rostro cubierto de sangre que no es suya. Nos cruzamos una mirada que dice más de lo que las palabras podrían expresar. Esto no es una batalla. Es una trampa, una carnicería, un sacrificio hacia sus ideales blasfemos.
Alzo la espada de nuevo, ignorando el dolor que empieza a instalarse en mi brazo. La noche se extiende ante mí como una promesa rota, y la única certeza que tengo es que no saldremos de aquí sin dejar algo de nosotros entre las llamas.
Ponemos espalda con espalda, creándome una sensación cálida de seguridad mientras los enemigos se abalanzan hacia nosotros y nuestras espadas bailan entre sus cuerpos.
El comandante está en todas partes. Su espada se alza y cae con precisión mortal, desgarrando gargantas, partiendo cráneos. Los herejes caen como moscas a su paso, incluso aquellos que aparecen y desaparecen con el hechizo del elfo. Su destreza es un faro de esperanza, pero también de brutalidad. La sangre mancha su rostro, pero sus ojos permanecen fríos, calculadores.
—?Karvos, por los dioses, no bajes la guardia! —me grita, su voz firme incluso en medio de la masacre.
—?Cuándo lo he hecho? —le respondo, intentando inyectar algo de humor en el horror.
Pero entonces ocurre. Entre los destellos de acero y el rugido de los incendios, veo de nuevo al elfo de cristal, moviéndose como una luz a través de la batalla. Su piel translúcida y azulada refleja las llamas como un maldito espejismo. Sigue conjurando, sus dedos trazando símbolos en el aire que arden con un fulgor enfermizo.
—?El elfo! —grito—. ?Voy tras él!
Teryon asiente sin dejar de luchar.
—?No te mueras, Karvos!
Me lanzo hacia el elfo, cortando a través de los herejes que intentan interponerse. Cada paso me lleva más lejos de Teryon, de esa frágil seguridad que nuestra unión ofrecía. El elfo me ve venir y no retrocede. Sus ojos, como cristales oscuros, se clavan en los míos con una calma antinatural.
—Ven, hijo de los dioses —susurra, aunque su voz resuena en mi cabeza como un eco lejano—. Tú me servirás. Soy Vaelith, pero yo no mataré a tu gente. Tú lo harás.
Antes de que pueda reaccionar, su mano se mueve con la rapidez de una víbora. Siento un pinchazo agudo en mi cuello, y algo frío se esparce por mis venas. Intento levantar mi espada, pero mis extremidades se vuelven pesadas. Tanto él como yo comenzamos a flotar en el aire, opacando la Luna. Desde esa altura veo una panorámica de toda la batalla, pero incapaz de hacer nada más.
El elfo susurra de nuevo y de su fina mano comienza a salir una bruma blanquecina que repta por el suelo como una serpiente perezosa. A cada segundo, se expande, tocando las botas de los soldados más cercanos, que salen de ella instintivamente. Pero no hay escape: la niebla crece como si tuviera voluntad propia, tragándose el terreno y oscureciendo las formas.
Del centro de la bruma, la figura de un hombre emerge. Mi figura. Mi rostro. Es como mirarme en un espejo deformado, roto.. Su postura es rígida, casi teatral, con un pálido brillo azul en sus ojos muertos.
—No... —intento hablar, pero mi voz no es más que un susurro que no llega ni al propio elfo que me sostiene.
El hechicero sonríe con malicia y susurra palabras en una lengua que no entiendo, pero que siento como espinas en el alma. La ilusión, o lo que sea esta aberración, levanta su espada —mi espada— y se lanza contra nuestros hombres.
Se desliza con precisión inhumana, como si cada golpe estuviera dise?ado para causar el máximo dolor. Su hoja atraviesa pechos, cercena extremidades, y todo ocurre demasiado rápido. Los soldados gritaron de confusión y terror, sus ojos se clavaron en la figura que lleva mi rostro.
—?Karvos! ?Qué haces? —alguien grita antes de que el filo lo calle para siempre.
Intento moverme, gritar que no soy yo, que esto es una mentira, pero mi cuerpo sigue encadenado por el veneno. Mis lágrimas se deslizan por mis mejillas por la gran impotencia de la situación y caen al suelo, desapareciendo rápidamente entre la sangre que mi clon derrama.
La ilusón saca con un crujir de los huesos la espada del pecho de Teryon, que ahora se encuentra de rodillas, como si estuviera rezando. Sus ojos como platos contemplaban el rostro de su asesino, de un falso yo. Vi su boca moverse, dejando escapar palabras que nunca podré escuchar. Solo puedo mirar como la sangre fluye por su cuerpo, nada más.
De repente, el elfo de cristal me suelta, dejándome caer como un juguete aburrido. Mi cabeza golpea uno de los tejados antes de tocar el suelo, y el mundo da vueltas. Escucho las palabras del elfo, un murmullo venenoso que me llena de rabia impotente, pero no puedo descifrar su significado.
—Es todo lo que eres, guerrero. Una herramienta rota.
Tumbado, veo al comandante acercarse, su armadura está adornada de sangre y barro. Sus ojos son pozos de furia que miran de un lado a otro.
—Retirada. ?Todos, retirada! —grita a los soldados mientras me observa con una mezcla de decepción y asco.
Se inclina sobre mí, y por un momento creo que va a ayudarme, que todo esto es un malentendido. Pero su rostro endurecido me quita cualquier ilusión.
—Eres una desgracia, Karvos. Y un peso muerto no tiene cabida en este ejército.
Levanta la empu?adura de su espada y, con un golpe certero en mi sien, el mundo se apaga.
Mi última visión antes de sucumbir es el cadáver de Teryon, inmóvil entre las sombras de una bruma que se lo tragan.