La noche en las ruinas había sido fría e inquietante. Martín se había refugiado en una de las habitaciones parcialmente intactas, utilizando los escombros como una barrera improvisada contra el viento. El silencio del lugar, roto solo por el crujir de la madera podrida y el ulular del viento entre las piedras, le había permitido descansar por unas horas, aunque el frío y la humedad le habían impedido conciliar un sue?o profundo.
Al despertar, la imagen de los símbolos grabados en la piedra, con su energía fría y vibrante, seguía presente en su mente. Mientras recogía sus escasas pertenencias, notó algo brillante entre los escombros. Era un disco de metal, del tama?o de su mano, con grabados que parecían antiguos. Lo recogió con curiosidad, sintiendo su peso y su frialdad. No sabía qué era, pero algo en su interior le decía que era importante. Lo guardó en su bolsillo, con la esperanza de que algún día pudiera descubrir su significado.
"Hay algo más en este mundo", pensó, con una mezcla de fascinación y temor. "Algo que no puedo comprender del todo."
Salió de las ruinas, con la mirada fija en el horizonte. El Bosque de Everwood se extendía ante él, un desafío constante, un laberinto verde que parecía no tener fin. Pero Martín estaba decidido a no rendirse. Tenía que encontrar respuestas, tenía que encontrar un camino de regreso a casa.
El cansancio y el hambre se habían convertido en compa?eros constantes de Martín. Los días se sucedían en una lucha incesante por la supervivencia, con el miedo a lo desconocido acechándolo en cada sombra. La visión de la ciudad antigua, fugaz pero poderosa, era el único faro de esperanza en la oscuridad del Bosque de Everwood.
Una tarde, mientras caminaba por un sendero estrecho que se abría paso entre la maleza, Martín sintió un cambio en el ambiente. El aire se volvió más fresco, y el sonido del arroyo se intensificó. La vegetación se fue abriendo, y los árboles gigantescos dieron paso a arbustos más peque?os y
un terreno más rocoso. Un aroma a tierra húmeda y a flores silvestres flotaba en el aire, una promesa de vida en medio de la espesura.
De pronto, el disco de metal en su bolsillo comenzó a vibrar, emitiendo un tenue resplandor azulado. Martín se detuvo en seco, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho. A medida que avanzaba por el sendero, la vibración se intensificó, y el resplandor se hizo más brillante, como si el disco estuviera reaccionando a algo en el entorno. Una imagen tenue comenzó a formarse en la superficie del disco, la silueta de un árbol con ramas que se extendían hacia el cielo.
"Qué está pasando?", se preguntó, con la voz temblorosa.
Miró a su alrededor, intentando encontrar la fuente de la reacción del disco. No vio nada fuera de lo común, solo árboles, arbustos y el sendero que se extendía ante él.
"Tal vez sea una se?al", pensó, con una mezcla de esperanza y temor. "Tal vez me está guiando hacia algo."
Decidió seguir el sendero, con el disco aún vibrando en su bolsillo. La senda lo condujo a través de un bosque de árboles más jóvenes, con troncos delgados y hojas de un verde brillante que contrastaban con la oscuridad del Bosque de Everwood. El aire era más fresco, y el canto de los pájaros se mezclaba con el murmullo del arroyo, creando una melodía que le resultaba extra?amente reconfortante.
La vibración del disco se intensificó a medida que avanzaba, y el resplandor azulado se hizo más brillante, iluminando la tela de su bolsillo. Martín sintió una punzada de emoción. Estaba cerca de algo, algo importante.
Finalmente, el sendero desembocó en una llanura abierta, donde el sol del atardecer pintaba el cielo con tonos dorados y rojizos. En la distancia, Martín vio algo que le hizo contener la respiración: un peque?o pueblo, rodeado por campos de cultivo y un muro de madera que parecía más simbólico que defensivo.
El disco de metal dejó de vibrar, y el resplandor azulado se desvaneció. Martín se quedó inmóvil, observando el pueblo con una mezcla de asombro y alivio. Había encontrado civilización, la posibilidad de encontrar ayuda, respuestas.
Se acercó con cautela, con la mirada fija en el pueblo. Las casas eran de madera, con techos de paja y paredes adornadas con tallas de animales y símbolos que Martín no reconocía. Humo blanco se elevaba desde las chimeneas, y el aroma a le?a quemada se mezclaba con el del pan recién horneado, creando una atmósfera que le resultaba a la vez familiar y extra?a.
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Al llegar a la entrada del pueblo, Martín se detuvo, observando con atención a los aldeanos que se movían por las calles. Eran de diferentes estaturas y complexiones, algunos con rasgos que le recordaban a los humanos, otros con características más animales, como orejas puntiagudas o pelaje en los brazos. Vestían con túnicas de colores terrosos y llevaban herramientas de madera y metal. Un aroma a le?a quemada y pan recién horneado flotaba en el aire, creando una atmósfera que le resultaba a la vez familiar y extra?a.
La barrera del idioma era un obstáculo evidente. Martín intentó comunicarse con gestos, se?alando su boca y su estómago vacío, pero los aldeanos lo observaban con una mezcla de curiosidad y recelo. Algunos se alejaban, mientras que otros lo se?alaban y murmuraban entre ellos en un idioma que Martín no comprendía.
De pronto, una figura se separó del grupo y se acercó a Martín con pasos firmes. Era una mujer alta y musculosa, con cabello oscuro trenzado y ojos ámbar que lo observaban con una mezcla de curiosidad y recelo. Llevaba una lanza de madera con la punta reforzada con metal, y su cuerpo estaba cubierto por una armadura ligera hecha de cuero y escamas. Su presencia emanaba una autoridad natural, y los aldeanos se apartaron a su paso, observando la escena en silencio. Talia, la guerrera, se detuvo frente a Martín, observándolo con atención. Intentó hablarle en su idioma, pero al ver que Martín no la comprendía, comenzó a gesticular, se?alando la boca de Martín y luego un cuenco imaginario, intentando ofrecerle comida.
Martín, al verla, sintió que el disco de metal en su bolsillo volvía a vibrar, emitiendo un tenue resplandor azulado. La mujer frunció el ce?o, observando el resplandor con atención. Martín, sin comprender su idioma, levantó las manos en se?al de paz y, con un gesto vacilante, se?aló el disco. La mujer, tras un momento de duda, asintió con la cabeza y, con un gesto que indicaba que debía seguirla, se giró y comenzó a caminar hacia el interior del pueblo.
Débil y hambriento, Martín no dudó en seguirla. La esperanza de encontrar un refugio, un lugar seguro donde descansar y quizás obtener respuestas, lo impulsaba a seguir adelante.
Talia lo condujo a través de las calles del pueblo, que estaban llenas de actividad. Los aldeanos se dedicaban a sus tareas diarias: algunos trabajaban en los campos, otros reparaban sus casas, y otros se reunían en la plaza central, donde un grupo de ni?os jugaba con una pelota hecha de cuero. Las casas eran de madera, con techos de paja y paredes adornadas con tallas que representaban animales del bosque y símbolos que Martín no reconocía. El aroma a tierra húmeda, a madera recién cortada y a comida cocinándose en los hogares se mezclaba en el aire, creando una atmósfera que le resultaba a la vez extra?a y reconfortante.
Talia se detuvo frente a una de las casas más grandes del pueblo, construida con madera oscura y adornada con tallas que parecían representar escenas de caza y rituales. Con un gesto, invitó a Martín a entrar.
El interior de la casa era oscuro y acogedor. Un fuego crepitaba en la chimenea, proyectando sombras danzantes sobre las paredes. El aroma a hierbas aromáticas y a comida cocinándose llenaba el aire. En el centro de la habitación, una mesa de madera maciza estaba cubierta con un mantel de lino blanco y servida con cuencos de madera llenos de guiso humeante, pan recién horneado y jarras de cerveza espumosa.
Talia le indicó a Martín, con un gesto, que se sentara en uno de los bancos junto a la mesa. Martín obedeció, sintiendo el cansancio acumulado en sus músculos. La mujer desapareció en una habitación contigua, y un momento después, regresó con un cuenco de madera lleno de guiso humeante. Se lo ofreció a Martín con una sonrisa amable, y él, con un gesto de agradecimiento, tomó el cuenco y comenzó a comer con avidez. La comida, caliente y sabrosa, le reconfortaba el cuerpo y el alma.
Un hombre corpulento, con una barba espesa y trenzada, entró en la habitación. Su mirada se posó en Martín, y por un instante, su expresión se endureció. Intercambió unas palabras con Talia en un idioma que Martín no comprendía, y la mujer respondió con un gesto tranquilizador. El hombre se acercó a la mesa y, con un movimiento brusco pero no hostil, le ofreció a Martín una jarra de cerveza espumosa. Martín, con un gesto de agradecimiento, aceptó la bebida.
Talia, se?alando al hombre y luego a sí misma, intentó presentarle a su esposo, Bronn. Luego, con un gesto cari?oso, presentó a sus dos hijos: Elara, una ni?a de ojos brillantes y cabello oscuro trenzado como el de su madre, que observaba a Martín con una sonrisa tímida, y Kaelen, un ni?o peque?o que se aferraba a la falda de Talia, observando a Martín con una mezcla de curiosidad y timidez.
A pesar de la barrera del idioma, Martín pudo sentir la calidez y la hospitalidad de la familia de Talia. Compartieron la comida en un silencio cómodo, comunicándose con sonrisas y gestos. Elara, con su energía infantil, le mostraba a Martín sus juguetes: figuras de madera talladas con la forma de animales del bosque. Kaelen, poco a poco, fue perdiendo la timidez y se acercó a Martín, ofreciéndole un trozo de pan que había guardado de su propia cena.
Martín, conmovido por la generosidad del ni?o, aceptó el pan con una sonrisa. En ese momento, a pesar de la distancia que lo separaba de su hogar y de la incertidumbre que le deparaba el futuro, Martín se sintió en paz. La bondad de Talia y su familia le había dado un respiro en su viaje, un momento de calma en medio de la tormenta.
?Comerían sin preguntar o esperarían a que alguien no tan musculoso con lanza les ofrezca la comida?
Gracias por seguir acompa?ando ??