Desde peque?a fui trasladada de colegio en colegio, buscando un refugio que nunca encontré. El bullying me persiguió desde la escuela primaria hasta la universidad, marcando mi vida con burlas, insultos y golpes. No tengo amigos, mis padres apenas tienen tiempo para saludarme. Mi vida es solitaria, vacía, triste. Los seres humanos son crueles. Se ríen de mi existencia, se elimina en mi sufrimiento. Mi cuerpo ha sido su diversión, su entretenimiento. Soy obesa, y mi ansiedad solo lo empeora. Cada broma, cada mirada de desprecio, cada susurro malintencionado me hunde más en este ciclo del que no puedo escapar.
Nunca encuentro ropa para chicas de mi edad. Nada me queda bien, las tiendas no piensan en cuerpos como el mío, así que tengo que mandar a hacer mi ropa o conformarme con prendas para se?oras, demasiado amplias, sin estilo. Cada vez que miro mi reflejo, la misma sensación de abandono me invade. Mi torpeza es objeto de risa, soy el blanco perfecto.
Hoy, en la piscina de la universidad, las chicas populares decidieron su próximo espectáculo: arrojarme al agua. Risas, aplausos, teléfonos grabando, mientras me ahogaba en su crueldad, una idea se instaló en mi mente con una claridad brutal: no puedo seguir viviendo así.
Subí al sexto piso del edificio. Era el fin. El viento helado golpeó mi rostro, mis lágrimas se mezclaban con el aire. Basta, no más dolor, no más humillación. Miré hacia abajo. ?Cuántos segundos faltan para la paz?
Me lancé...
El vacío me envolvió, el aire rugía en mis oídos. Mi cuerpo descendía, y en esos segundos, vi mi vida pasar. Cada golpe, cada burla, cada noche en soledad. Cerré los ojos y esperé el impacto.
Pero no llegó.
En cambio, una calidez me abrazó. Algo desconocido, algo imposible. Abrí los ojos. Debajo de mí, el suelo había desaparecido. En su lugar, un abismo negro palpitaba, vibraba, me llamaba.
?Acaso el infierno me estaba esperando?
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Cuando abrí los ojos, el cielo azul se extendió sobre mí, apenas cubierto por la frondosidad de los árboles. El canto de los pájaros rompía el silencio, un sonido tan ajeno y armonioso que me preguntó si aún estaba viva. Moví los brazos con lentitud, sintiendo el roce de las hierbas bajo mi piel. Estaba rodeada de flores silvestres, algunas rozaban mi rostro con suavidad. Me sentí extra?a. Ligera. Mi mente aún giraba en un torbellino de confusión.
Un rayo de luz atravesó las hojas y cayó sobre mí. Alcé la mano para bloquearlo… pero algo estaba mal. Mis manos. ?Qué les pasó? ?Por qué se ven tan diferentes?
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Me incorporé con dificultad, mi cuerpo sintiéndose ajeno. Miré hacia abajo. Este no es mi cuerpo. ?Qué me sucedió?
Explora cada parte de mí con desesperación hasta que un pensamiento cruzó mi mente. Mi marca de nacimiento. Me levanté la blusa, que me quedaba ancha, y en ese movimiento brusco, la saya que llevaba se deslizó por mis piernas, cayendo al suelo. Mi piel quedó expuesta, pero no me importó. Busqué mi marca… ahí estaba. Un dragón en el muslo derecho, la misma marca que siempre tuve.
Esto era real.
Tomé la saya con rapidez y usé el borde inferior para improvisar un cinturón, ajustando la tela lo mejor que pude. Necesitaba encontrar ropa, un lugar, una respuesta. El clima era distinto, cálido, como los lugares donde mis padres me llevaban de vacaciones a América. Caminé sin rumbo, cada paso aumentando mi desorientación, pero entonces escuché el sonido de un arroyo. Corrí hacia él, bebí agua y me repetí a mí misma: si sigo el curso del arroyo, encontraré un pueblo.
Ese pensamiento me dio un propósito. Pero justo cuando me dispuse a seguir el camino, un ruido entre los arbustos me detuvo en seco.
Un ladrido.
Pero no era un perro. Era algo más grande. Más salvaje. Retrocedí. Luego corrí como si no hubiera un ma?ana. Miré hacia atrás y lo vi, un lobo enorme, con ojos verdes y expresivos, hambriento y determinado. Por más que corrí, me alcanzó. Se abalanzó sobre mí y caí al suelo. Su mirada estaba fija en mí, intensa, pero no llena de odio. ?Interés? ?Curiosidad? ?Acaso terminaría mi vida así?
Un mundo diferente. Un cuerpo diferente. Nadie que me reconociera. ?Era este mi destino?
Cerré los ojos.
Extendí la mano, tocando su pelaje con temor, esperando el mordisco que acabaría conmigo. Pero entonces, sentí algo inesperado. Su cola se movió, cargando suavemente. Su respiración estaba cerca de mi oído.
Abrí los ojos.
Ahí seguía, mirándome con la misma intensidad. Pero esta vez… esperando algo, me incorporé con cuidado y lo acaricié. Su cola se agitó con más fuerza y, sin previo aviso, se recostó sobre mí. Luego, comenzó a lamerme la cara, el cuello, el pecho, como si me estuviera reconfortando. Lo abracé con fuerza. Y por primera vez en mi vida, sentí algo diferente. Aceptación.
— ?Quieres ser mi amigo? —susurré—. ?El único amigo que ha tenido en toda mi vida?
El lobo ladró como si le gustara la idea.
—Te llamaré Henry —dije, acariciando su pelaje—. Como el amigo imaginario que solía tener cuando tenía cinco a?os.
Una calidez brotó de mi interior y fluyó hacia mi mano en cuanto le puse nombre a aquel lobo. Desde el suelo, un polvo dorado comenzó a elevarse, envolviéndolo en una luz vibrante que parecía respirar, expandiéndose con cada segundo. Cerré los ojos por un instante, el resplandor era tan intenso que mi visión se nubló. Sentí el viento golpeando mi piel con fuerza, remolinos de energía cruzando el aire como si el universo estuviera reajustándose. Cuando el viento cesó, abrió los ojos, Henry ya no estaba, en su lugar, tendido en el suelo, había un hombre.
Su cabello largo y negro descansaba sobre su espalda, ondulándose con la brisa. Sus ojos verdes, brillantes y afilados, me observaron con una intensidad que me dejó sin aliento. Sus orejas, puntiagudas y cubiertas de un fino pelaje, se movían ligeramente, como si captaran cada sonido, cada pensamiento, cada latido en mi pecho. Mi mente aún intentaba comprender lo que había ocurrido.
Miré su cuerpo robusto, musculoso, estaba sin ropa. Mi corazón se aceleró, retrocedió un paso, luego otro. Mi mente aún intentaba comprender lo que había ocurrido. El hombre se movió. Primero sus manos, firmes sobre la tierra, luego levantó la cabeza, observándome con una mezcla de curiosidad y certeza. Sin pronunciar palabra, se incorporó y comenzó a caminar hacia mí.