El retumbar de cascos rompió la quietud del valle como un tambor ceremonial. Al menos una docena de jinetes cruzaban la senda de tierra que llevaba a la granja Erkariel, envueltos en capas de terciopelo azul noche y armaduras bru?idas que reflejaban la luz del sol como espejos encantados. El estandarte real ondeaba entre ellos: una hoja ardiente sobre un río de plata, haciendo clara referencia al río sagrado que surcaba desde las más altas monta?as de Rhionen hasta desembocar en Mar Maldito, allá donde las aguas llamaban a la locura en forma de cánticos ensordecedores.
Kareliya lo vio primero desde la ventana de la cocina, donde pelaba raíces de pariniel para la sopa. No gritó, ni corrió. Solo cerró los ojos un instante, apretó los labios y dijo con serenidad:
— Krivar... viene el rey.
El granjero, que estaba reparando una bisagra con su hijo Kior sentado en el regazo, alzó la vista de inmediato. La preocupación se reflejó con rapidez en su rostro, sudoroso tras el agotamiento después de dos horas de trabajo forzoso (a veces su mujer tenía un fuerte carácter...). Sus manos callosas dejaron la herramienta con esmero, y con el mismo cuidado, pasó al peque?o a los brazos de su madre. Una expresión de asombro y temor se dejó ver en su mirada en cuanto volvió a la realidad.
Miró de reojo a la princesa.
— ?A?lya...? —preguntó, casi para sí.
La princesa, sentada junto al fuego, con una manta sobre los hombros y una infusión en las manos, que le había preparado con mucho amor Kareliya, levantó la cabeza. La herida de su rostro estaba mejorando, pero la inquietud latía en sus ojos como una brasa.
Rarika, en la esquina del recibidor, cerró su libro con suavidad. Karv? ya estaba de pie, junto a la puerta, con el mango de su espada de práctica entre las manos. Casi era costumbre para ella estar en alerta, o eso le ense?aban en la Academia: "el enemigo acecha en cualquier sombra".
Krivar inspiró hondo.
— Abramos la puerta. Que no se diga que los Erkariel no reciben a su rey con dignidad.
El primer pie en tocar la tierra del umbral fue el del propio rey Tharion Narvionel.
Vestía un jubón de brocado marfil, con hilos dorados que dibujaban ramas entrelazadas. Su capa, larga y pesada, caía sobre sus hombros como la noche en la costa. La corona, discreta, era una cinta de plata adornada con tres hojas de nácar. Al rey Tharion nunca le gustaron las abundancias. Sus ojos, grises y firmes, se suavizaron apenas al ver la figura de su hija al fondo de la estancia.
— A?lya —dijo, y su voz fue un eco cálido entre las vigas de madera.
Cuando sus miradas se cruzaron, al joven rey se le escapó un suspiro de alivio.
La princesa se puso en pie. Lenta, con la compostura que le habían ense?ado desde que era capaz de caminar, pero con los labios temblorosos.
— Padre...
Krivar hizo una reverencia algo torpe, mientras Kareliya tomaba de la mano a Kior, que sonreía sin comprender.
— Majestad —saludó el granjero—. Bienvenido a nuestra casa, aunque no esperábamos tan noble visita.
El rey asintió, con solemnidad.
— Vengo por mi hija... y por algo más.
A?lya caminó hasta él sin pensar en sus ropas rurales, prestada por su vieja amiga Karv?, sin prestar atención a la manta que aún llevaba sobre los hombros. El protocolo se quedó en el umbral, como una hoja caída por el viento. Cuando estuvo lo bastante cerca, su padre abrió los brazos, y ella se arrojó dentro de ellos sin más palabras.
Estar cerca de él siempre la había hecho sentir protegida. Nadie se atrevería a cruzar una sola mala palabra contra ella mientras su padre siguiese vivo. Ya había manifestado más de una vez que por ella cruzaría mares, derrotaría ejércitos y rompería profecías. Su hija era lo único que le quedaba tras aquel fatídico día...
El rey la sostuvo con fuerza. Apretó los ojos, como si así pudiera retenerla, protegerla de todo lo que aún no entendía. Su capa envolvió a la princesa como una promesa silenciosa.
— ?Estás bien? —murmuró él.
Ella asintió contra su pecho.
— Lo estoy... Me han cuidado bien, padre.
Cuando se separaron, Tharion la sostuvo por los hombros, examinando su rostro. Los ara?azos ya eran casi cicatrices. Esa era una de las ventajas de ser elfo que tanto ansiaban sus oponentes: las heridas se curan rápidamente.
Los ojos del rey se estrecharon con una mezcla de angustia y juicio.
— ?Quién te hizo esto?
A?lya guardó silencio. Giró apenas la cabeza en dirección a la puerta trasera, más allá del huerto. El encuentro con aquel extra?o ser le había supuesto pasar por un mal rato, pero más allá de eso, no había sufrido graves consecuencias. Y la familia Erkariel siempre se había portado bien con el pueblo. Si ocultaban a aquella criatura, sería por una buena razón.
Aun así... con su padre delante, lo veía todo distinto. Pese a que consideraba inofensiva a aquella cosa extra?a que la agredió, tampoco quería defenderla.
Krivar tragó saliva.
— No fue por malicia, Majestad —intervino con voz serena pero tensa—. Fue... instinto. No entendía lo que veía. Ni ella, ni vuestra hija —a?adió titubeando.
El rey lo miró entonces. Por primera vez desde que entró en aquella casa sencilla y llena de cachivaches propios de ni?os, sus ojos buscaron los de Krivar con atención. El fuego de la chimenea emitía un sonido relajante al que nadie prestaba atención, y el pan de arkora horneándose en el horno tampoco parecía abrirle el apetito a ninguno de los presentes.
— ?Ella? ?Vuestra hija? —el rey parecía no comprender.
Krivar no respondió al instante. Fue Kareliya quien se atrevió a hablar, caminando con Kior en brazos y manteniendo la cabeza y las puntiagudas orejas en alto.
— Kiraki.
Ensure your favorite authors get the support they deserve. Read this novel on Royal Road.
El nombre quedó flotando en el aire como un dardo sin disparar.
A?lya parpadeó y pegó un brinco en cuanto hiló un asunto con otro.
—?Kiraki...? ?Cómo sabéis su nombre?
Tharion dio un paso atrás, confuso.
— También lo sabéis vos —a?adió casi en modo de pregunta.
Ella negó con la cabeza, pues seguía sin entender por qué parecía que hablaban en clave o en algún tipo de idioma del que ella no estaba enterada todavía.
Kareliya se aproximó. Su voz era suave, como siempre, pero había en ella un matiz firme.
— La hemos criado desde que cayó del cielo —anunció casi con orgullo—. La criatura del meteorito... era un bebé. Una ni?a cubierta de escamas. El brujo... Ruthkar... nos pidió que la acogiéramos. Que la protegiéramos.
A?lya dio un paso atrás, como si las palabras fueran agua helada. A escondidas, buscó con la mirada a Karv?, con quien decidió que tendría una conversación pendiente precisamente a partir de ese momento. Molesta, se atrevió a preguntar:
— ?Desde cuándo?
— Hace seis inviernos —dijo Krivar, mirando al rey, luego a su hija—. Habéis jugado entre nuestros campos muchas veces, princesa. Pero ella siempre estaba escondida. Ruthkar decía que no debía ser vista por ojos desconocidos. Hasta ahora.
El silencio que siguió fue espeso. La princesa miró a todos, uno por uno. Karv? bajó la mirada, como si hubiera fallado una promesa. No eran íntimas amigas desde hacía unas cuantas lunas, pero la princesa creía que podía contar con ella, así que descubrirlo todo así, le produjo una punzada en el corazón a nombre de traición. Rarika simplemente abrazó su libro, incómoda.
— Yo era la única que no lo sabía... —susurró A?lya, sintiéndose estúpidamente apartada del mundo en ese instante. Es como si la siguiesen tratando como a una ni?a peque?a de orejas diminutas.
Tharion dejó escapar un largo suspiro.
— Ni siquiera yo sabía que Kiraki seguía aquí.
Las miradas se alzaron, sorprendidas.
—Ruthkar me dijo que la enviaría lejos —continuó el rey—. Pensé que buscaría un lugar más seguro, donde ni siquiera el consejo pudiera sospechar. Pero eligió este lugar... porque confió en vosotros.
Sus ojos se posaron en Krivar, con honestidad sincera.
—Y no me equivoqué al permitirlo.
El granjero se tensó.
—Majestad, si hemos ofendido vuestra casa, si la criatura ha herido vuestra sangre...
Tharion alzó una mano.
—No hay ofensa. No vine a castigar. Vine a saber. A entender. Y a agradecer. Mi hija parece mucho más contenta aquí que entre frías paredes de piedra. Aquí se siente el calor de un hogar, ?si hasta huele a pan de arkora!
Sus palabras, tranquilas, despejaron la atmósfera como una ráfaga suave. Kareliya dejó escapar un aliento y una medio sonrisa orgullosa, pues hornear pan era su especialidad. Karv? enderezó los hombros y aflojó las manos de la empu?adura. Incluso A?lya pareció recuperar algo de color detrás de las pálidas páginas de su libro.
El rey se sentó en uno de los bancos junto al fuego. Sin corte, sin ceremonia. Solo un padre entre paredes de madera, en la casa donde una ni?a caída del cielo había crecido entre flores silvestres y pan recién horneado.
— ?Y Kiraki? —preguntó, finalmente.
Krivar intercambió una mirada con su esposa mientras estrechaba los hombros, completamente ajeno a cualquier rastro de información sobre su paradero, por muy preocupado que estuviese. En sus manos no cabía tal respuesta.
— El brujo se la llevó. Hoy. Después de lo que ocurrió. Más allá de eso, por todos los dioses... espero que esté bien.
Tharion cerró los ojos.
— Con el brujo estará bien, hablaré con él más tarde. Le pediré que la traiga de vuelta —hubo un momento de silencio y miró a cada uno de los Erkariel—, pero por favor, que no la vea nadie más por el momento. Todavía no.
Los granjeros asintieron.
El rey se levantó. Se acercó a Krivar y puso una mano sobre su hombro. El gesto, aunque sencillo, era el más alto honor que un rey podía ofrecer a un campesino.
— Gracias por cuidar con esmero de A?lya —y prosiguió a darle un beso en el dorso de la mano a la mujer de la casa—, y a vos la primera. Me pondré en contacto con la familia pronto —dijo antes de volverse hacia la princesa—, aquí he olido el mejor pan horneado por a?os. Y nunca me he atrevido a decirlo, pero ese olor debería pasearse por mi castillo más a menudo —finalizó a?adiendo un gesto cómico mientras se rascaba la tripa fingiendo que estaba llena.
Eso desató peque?as risas y relajó algún que otro hombro.
Tharion volvió la mirada a su hija.
—?Vendrás conmigo?
A?lya dudó.
— Quiero... pero no hoy —y, disimuladamente, buscó con la mirada a Karv?.
Tharion la observó, con comprensión aunque sin conocer el motivo.
— Te quedarás esta noche. Y luego hablaremos.
Ella asintió.
Y así, la noche cayó sobre la granja Erkariel con una calma inesperada. Las estrellas brillaban alto, y en el corazón del reino, algo se tejía en las sombras. Pero allí, entre sopa, silencio y madera, reinaba una tregua sagrada.
La noche se asentó sobre los campos como un manto espeso. En el establo, el heno crujía suavemente bajo el peso del silencio, y los grillos entonaban su sinfonía olvidada. A?lya estaba sentada sobre un banco de madera, envuelta en una capa de lana sencilla, con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. La luz de la linterna colgada en la viga lanzaba destellos ámbar sobre su cabello suelto. Siempre le había parecido un poco cruel atrapar luciérnagas, pero no tenía otra forma de alumbrarse el camino.
Y magia no sabía hacer.
—Te estás escondiendo —dijo una voz tras la princesa.
A?lya no se giró.
—Estoy pensando —dijo tras unos segundos de incómodo silencio, con un tono tan cortante que con solo dos palabras podía ejecutar a un enemigo de primer nivel.
Karv? cruzó la puerta con su paso firme, las botas llenas de polvo y la espada de práctica colgando a la espalda. Sus trenzas envueltas en sí para formar dos cómicos mo?os, estaban algo sueltas, como si la rutina de la jornada no hubiera terminado de arreglarlas. Se sentó frente a la princesa, sin palabras de cortesía. No las necesitaban.
Hubo un largo silencio.
— No pensaba encontrarte aquí —dijo Karv? al fin.
— Ni yo encontrarla a ella —respondió A?lya, sin dulzura.
La joven granjera tragó saliva.
— ?Te duele?
— ?La herida? ?O la traición? —A?lya se encogió de hombros mientras que su amiga agachó la cabeza, avergonzada. La princesa dudó por unos segundos, pero decidió que dejar el rol de villana sería lo mejor para otro día, ya que en un solo ciclo lunar había vivido más aventuras que los últimos cincuenta a?os—. Sanará.
— No hablaba de la mejilla.
La princesa la miró por fin. Sus ojos estaban fijos, tensos, como si no supiera si quería enfadarse o llorar.
— Me ocultasteis algo. Todos vosotros. Pero tú... tú eras mi amiga. Mi única amiga fuera del palacio.
Karv? bajó la mirada.
— Lo sé.
— ?Entonces, por qué?
La hija mayor de los Erkariel se frotó las manos, incómoda. Era buena con la espada, mas no con las palabras. Pero miró a su vieja amiga y reflejó toda la sinceridad que pudo recabar.
— Porque hicimos una promesa. Ruthkar dijo que ella debía crecer lejos del mundo. Sin nombres reales. Sin visitas. Sin tronos ni profecías. Y tú... tú eras todo eso.
A?lya sintió la punzada en el pecho.
— ?Soy solo una amenaza?
— No. Eres A?lya. La que me ense?ó a montar con postura recta. La que me trajo libros de la biblioteca del castillo cuando Rarika se los devoraba todos. La que me cubrió cuando rompí una lanza y dije que fue el viento.
La princesa sonrió débilmente. Pero sus ojos seguían heridos.
— Entonces, ?por qué me dejaste fuera?
— Mi familia me lo pidió —las palabras colgaron en el aire, crudas y simples.
Karv? inspiró hondo. Odiaba con todo su ser mencionar la familia delante de la princesa desde lo de su madre... Sentía la soledad, el miedo y la desesperación asomándose en los ojos de su amiga cuando salía el tema. No, hablar de familias, madres u amor delante de ella no era una buena opción.
Así que intentó a?adir lo siguiente para distraerla de sus pensamientos, que probablemente en ese momento serían claramente autodestructivos.
— Temí que la miraras con los ojos del Consejo. Que tu padre la viera como un riesgo, pues no sabía que conocía la existencia de Kiraki. O que alguien más la denunciara si tú decías su nombre.
— Yo no soy así —espetó A?lya.
—No lo eres —confirmó Karv?—. Pero no podía saberlo entonces. Y ahora... ahora me pesa —confesó finalmente la pelirroja.
Se miraron un momento largo. Dos ni?as, ahora casi mujeres, separadas por secretos que ninguna pidió.
A?lya se inclinó hacia ella.
— ?Volverá?
Karv? no respondió de inmediato.
— No lo sé. Pero si vuelve... espero que la aceptes.
— No por lo que es —dijo la princesa—, sino por quién es.
Karv? asintió.
— Ella no tiene la culpa de haber nacido entre fuego y magia.
— Ni yo de haber nacido entre muros y coronas.
Sonrieron, por fin, con sinceridad y, por qué no, complicidad.
Y entonces, entre el murmullo del heno y el respiro de las bestias dormidas, A?lya se sintió menos sola. Aún con la herida en el rostro. Aún con la duda en el pecho.
Porque Karv? seguía allí. Como siempre, por más a?os que pasasen...