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CAPÍTULO 4 · Un par de lecciones de los Erkariel •

  La noche se cernió sobre el valle de los granjeros, tan gélida y familiar como siempre. Todavía quedaban unas cuantas lunas para que diese paso a la estación floral, así que las mantas y las chimeneas formaban parte de la rutina diaria antes de irse a dormir. La familia Erkariel junto con la princesa A?lya, esperaba con suma paciencia delante del centelleante fuego que emanaba del hogar. Allí, postrada frente a sartenes de hierro y entre especias de Kahrir (el peque?o bosque que se encontraba al sur de la granja), Kareliya se preparaba para cocinar un gran banquete con la excusa de la visita sorpresa de la princesa, quien era la invitada de honor aquel día.

  El ambiente estaba cargado de felicidad, con aromas de semillas y bayas machacadas introduciéndose en sus fosas nasales como una exquisitez casi inalcanzable. A todos les rugía la tripa como leones feroces viendo a Kareliya preparar su plato estrella: Rakout de corzo al escudero y pan solar de las colinas de Rukhara. La primera, era receta ya de era herencia familiar, cuyo ingrediente secreto solo se revelaba al heredero de la misma. Aunque fácilmente se podía conocer de manera pública sus ingredientes principales, entre ellos carne de corzo, ciruelas pasas, bayas rojas, cebada y semillas de amapola, no era fácil de preparar.

  Estos ingredientes eran principalmente recolectados por Krivar y Karv? durante las tardes de lluvia, ya que era cuando menos animales salvajes podían encontrarse.

  Pese a que el pan de arkora también era otra de las especialidades de Kareliya Erkariel, de hecho era el producto que más se vendía en la granja durante el día, consideró que aquella noche era mejor otra opción: pan solar de las colinas de Rukhara.

  Este pan era típico en festividades de la estación floral, sobre todo en épocas de graduación, y también se utilizaba como ofrenda para la diosa solar.

  La receta era un poco complicada, pero Kareliya se explicaba bien.

  — Primero, dos tazas de harina de trigo dorado (puede usarse harina integral) —a?adió suavemente mientras mezclaba las harinas bendecidas con polvo de casta?a recogida tras la primera helada.

  La familia escuchaba cual público en un anfiteatro, ansiosos por probar bocado. La mujer a?adió la sal, las semillas y la levadura, todo ello sin borrar la sonrisa de su rostro de marfil. Entonces, del armario de madera ya astillada que colgaba de la pared, sacó una jarra de barro, donde mezcló la miel con la infusión floral aún tibia.

  — Ahora, prestad atención —a Kareliya le hacía gracia, y en parte le gustaba, que le prestasen atención mientras cocinaba, pues se lo tomaba como clases culinarias de repaso para su familia—, este paso es complicado porque hay que conseguir una mezcla bien definida. Echar el contenido de la jarra en la harina parece fácil, pero no lo es —enarcó una ceja, divirtiéndose con la situación. De vez en cuando podía verse a Rarika cogiendo apuntes en su cuaderno de papel de lirv?.

  Este cuaderno se lo había fabricado su padre, con una técnica milenaria muy común entre elfos. A pesar de que esta técnica no era un invento exclusivo de la raza élfica, sino que más bien su descubrimiento se perdía en los albores de Anvharya, a Krivar se le daba muy bien fabricar papel de lirv?.

  Su proceso era complicado, pero no imposible. El papel se elaboraba con las fibras internas del tallo de una planta llamada lirv?, que crecía solo en los claros donde había caído una estrella fugaz o cerca de raíces de árboles centenarios. Aunque solo podían recolectarse bajo el cuarto menguante, cuando la savia de la planta desciende y sus fibras no están en tensión.

  Las fibras se sumergían en aguas de luna, recogida en cuencos de cuarzo durante noches despejadas. Para acelerar la descomposición sin pudrir la esencia de la planta, los elfos cantaban un himno de suavizado, pues estos estaban íntimamente conectados a la naturaleza, y así conseguían relajar la estructura de las fibras sin romperlas. Este proceso duraba entre 3 o 7 noches, dependiendo de la fase lunar.

  Con un marco de ramas vivas (que cambiaban de forma ligeramente según la historia que guardarían), los elfos recogían la pasta en una red de hilos de seda dracónica. La hoja se formaba y se dejaba reposar sobre pétalos secos de arkora, que le daban un ligero aroma a menta y un color dorado que lo caracterizaba.

  Las hojas se colgaban de árboles bendecidos, donde recibían el primer canto del alba: un cántico coral que los elfos entonaban mientras el sol nace. Este canto "despertaba" al papel y lo volvía receptivo a la palabra escrita o encantada. En lugar de gelatina, los elfos usaban un néctar viscoso obtenido de la flor amryl, que repelía la humedad y evitaba que la tinta mágica se expandiese.

  Este paso le daba al papel un brillo leve, como si tuviera escarcha sobre la superficie.

  — Y ahora sigamos —la voz de Kareliya irrumpió en la mente de todos con ternura, pues estaban absortos viéndola cocinar—, ahora hay que amasar hasta que la mezcla, es decir la masa, quede suave y fragante, como tierra templada por el sol —a?adió con una sonrisa que se contagió rápidamente. Echó un trapo por encima de su obra, y dio una palmada al aire—. ?Ale, ahora a cantar un poco en lo que reposa!

  Krivar rio y se levantó de un salto contento porque iba a poder realizar su mejor actuación, ?además con parte de la familia real como público! Su gran tripa rebotó en sí de manera graciosa y, con paso torpe, se aproximó al del Salón del Fuego, como llamaban comúnmente los elfos al salón. Allí, en una esquina, el instrumento musical favorito del padre de familia descansaba con cuidado, puesto encima de un soporte de madera que mantenía la compostura perfecta para que aquel objeto no se tambalease en caso de terremoto.

  — ?Mi viejo laúd...! —murmuró Krivar para sí mismo, con una sonrisa de oreja puntiaguda a oreja puntiaguda.

  Karv? lo observaba con atención. Kior, emocionado, comenzó a aplaudir moviendo sus diminutas manos alegremente. Kareliya se relajó en el sofá, tallado a mano en madera de silmora, un árbol sagrado de vetas nacaradas que solo crece en los bordes del bosque de Rukhara. El mueble se curvaba como si hubiera crecido así, sin ser forzado. Su respaldo seguía la forma de una hoja de roble abierta, con líneas fluidas que imitaban las venas de una planta viva.

  Los apoyabrazos se arqueaban hacia adelante, tallados en forma de ramas entrelazadas, suaves al tacto, pero sólidas como raíces antiguas. El cojín principal estaba forrado con tela de lino de aurial, te?ido con pigmentos naturales (una mezcla de bayas silvestres y corteza de arkara), que le daban un tono verde musgo con reflejos dorados al sol. Bordados en hilo de plata dibujaban espirales antiguas: símbolos de tiempo, cosecha y protección.

  No crujía al sentarse. En cambio, emitía un susurro apenas audible, como si el bosque recordara su forma original. Kareliya se echó la manta por encima, tejida a mano durante los meses suaves del estío, esta manta es una de las piezas más queridas del hogar Erkariel. Kareliya la urdió en el telar de su abuela, entre canciones antiguas y risas de sus hijas aún peque?as, con hilos obtenidos de lino silvestre mezclado con filamentos de vellón de talaén, una criatura lanuda de los valles bajos.

  El color dominante era un verde esmeralda claro, con hilos dorados dispersos como si hubiesen sido peinados por el sol. En cada esquina, peque?os bordados en forma de hojas de lirvan, símbolo de renovación, que marcaban el paso de las estaciones.

  A simple vista, parecía una manta cálida y hermosa, pero quienes se envolvían en ella aseguraban que retenía el aroma de los días felices: pan recién horneado, madera de roble húmeda y flor de arkariel.

  Suave al tacto pero firme, protegía del frío sin sofocar. Kareliya la extiendía cada noche sobre el sofá que Krivar talló, como si con ello cubriera también los sue?os de la casa. Se decía que si un ni?o dormía bajo esa manta durante la luna nueva, so?aría con la voz de su madre cantando antes incluso de aprender a hablar.

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  Rarika apartó su cuaderno de papel de lirv? y se preparó para ver a su padre comenzar su famoso cántico. Para no herir sus delicados sentimientos, la familia nunca admitió que en realidad desafinaba, así que se limitaban a prestar la misma atención que prestarían en un acto real conmemorativo. El granjero se preparó la garganta carraspeando la voz y trató de fingir que no estaba nervioso, como cada vez que le tocaba comenzar solo.

  Mirando hacia el suelo para mantener su atención en ese punto, sujetó con fuerza su viejo laúd, al que hacía mantenimiento cada dos ciclos lunares para mantenerlo en correcto funcionamiento. Cuando se puso en contacto con el instrumento, sintió que le embriagaba una calma inexplicable, una sensación entre nostalgia y costumbre, que le acompa?aba siempre que volvía a la música. Comprobó que las cuerdas estaban correctamente afinadas y comenzó a tocar. Primero la, después do... Y entonces su voz parecía sonar onírica, aunque más por la letra del cántico que por su entonación.

  Sol que despiertas la savia dormida,

  riega el surco, la rama, la espiga.

  Hoja que canta, raíz que respira,

  danos fuerza, calor y vida.

  Karv? intentó no reír. Su padre la fulminó con la mirada por unos peque?os segundos mientras seguía cantando.

  Grano dorado, viento silente,

  guíanos fieles, paso tras paso.

  Ruge el arado, crece la mente,

  bajo este techo, en sagrado lazo.

  Krivar siguió cantando mientras se animaba a dar algún que otro paso. O lo que él llamaba bailar. A Kareliya parecía no importarle que su marido no fuese perfecto, porque lo seguía mirando con ojos llenos de amor y de recuerdos. Le brillaban como diamantes recién pulidos cuando observaba al amor de su vida, y se quedaba embelesada. Podían pasar horas, días... porque para cuando ella apartase la mirada, siempre pensaría que fueron unos efímeros segundos. Tan rápidos como lo es una estrella fugaz surcando el cielo.

  La última estrofa la cantaron todos juntos, menos A?lya y Kior, quienes no conocían la letra.

  Tierra de madre, flor de memoria,

  pan de las manos, llama en la historia.

  Que nunca falte canto ni hogaza,

  ni sol ni luna sobre esta casa.

  Cuando finalizaron la melodía, el salón se sumió en un completo silencio, aunque no era para nada tenso, todo lo contrario. Tan solo quedó el crepitar de las llamas en la chimenea, el canto de los búhos bajo las estrellas y las dulces risas de Kior, que pedía más música.

  Krivar sacó una jarra de la frialva, una caja de conservación rúnica que permitía que los alimentos se mantuviesen siempre frescos. Esta jarra contenía dentro Arkhalén, una cerveza típica entre los elfos. Esta era una cerveza de ámbar artesanal, de fermentación lenta y espuma densa. Se la caracterizaba por su color, de dorado rojizo, como la luz del atardecer en los campos de arkora.

  Todos parecían resplandecer, menos A?lya, quien tenía el semblante de estar acechada por una extra?a sombra que no la dejaba disfrutar del tierno momento que la vida le estaba regalando. Kareliya se dio cuenta así que, como una madre haría con cualquier hija, la apartó del grupo y la llevó al jardín para hablar.

  — ?Qué os pasa, dulce ni?a? —preguntó la mujer mientras le retiraba un mechón platinado de la frente y lo colocaba con cuidado tras su oreja.

  La princesa dio un peque?o respingo, insegura y sin saber cómo actuar. Estaba acostumbrada a que no la tocase nadie más que su padre y su sirvienta, esta última exclusivamente para peinarla. Era casi... reconfortante el roce humano. No obstante, seguía resultándole extra?o. En el fondo sabía que necesitaba ese cari?o, pero por mucho que le doliese aceptarlo, no era de ella de quien quería recibirlo. Mordió con cuidado su labio inferior y trató de no llorar.

  De pronto, los cálidos brazos de Kareliya la atraparon y se hundió por completo en ellos, dejándose llevar y soltando todas las lágrimas retenidas durante a?os, sin saber si quiera que las tenía preparadas para salir. Devolvió el abrazo a la se?ora Erkariel y la sostuvo aún más fuerte. Ambas estuvieron así un par de minutos, quizá disfrutando el momento, quizá sin saber muy bien cuándo separarse.

  La ni?a fue la primera en dar el paso. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se sentó en un tronco que encontró en el jardín. Aunque era un tronco un poco especial. Reposaba entre la hierba plateada como si la naturaleza lo hubiese depositado allí con mimo. No era un tronco cualquiera: su corteza, de un gris ceniza entreverado con vetas azuladas, parecía haber sido tallada por el viento y el tiempo. Musgo luminoso lo abrazaba en algunas zonas, despidiendo un resplandor verdoso en la penumbra del jardín, como si respirara una magia antigua.

  Sobre su superficie crecían peque?as setas con forma de campana, de un blanco lechoso, que emitían un tenue tintineo al ser acariciadas por la brisa. Una enredadera de flores nocturnas, de pétalos traslúcidos, lo recorría de un extremo a otro, dejando caer gotas de rocío que brillaban como cristal.

  En un extremo del tronco, sobresalía un nudo que semejaba un ojo cerrado. Algunos elfos decían que perteneció a un Galynor, un árbol cantor extinto, y que aún so?aba. Alrededor del tronco, las mariposas de viento danzaban al atardecer, atraídas por su energía residual.

  A?lya miraba hacia la nada como si en realidad lo estuviese viendo todo, absorta en la penumbra de la noche apenas iluminada por el reflejo de la luz en un satélite que flotaba en medio de la noche poco iluminada. Inhaló profundamente, casi como si fuese a quedarse sin oxígeno de un momento a otro y tuviese que estar preparada.

  — Echo de menos a mamá...

  Rápidamente, Kareliya buscó la mirada de Krivar, quien observaba la escena desde el umbral de la puerta principal de la casa, totalmente confuso y ajeno a la situación. La mujer bajó la mirada y el marido simplemente entendió que debía dejarlas un rato a solas.

  Tras un suspiro desolador y con las dudas escapándose de sus manos, se sentó al lado de la princesa y la rodeó con un brazo. Ambas sucumbieron a un silencio reconfortante, pero el frío no las dejó estar ahí por mucho tiempo.

  — Vayamos adentro, muchacha —pidió la mujer antes de levantarse.

  Ayudó a A?lya a ponerse en pie y le secó las lágrimas que todavía recorrían su joven rostro.

  — ?Venga, que hay que seguir cocinando! —la animó Kareliya, y juntas entraron de nuevo en casa.

  Ahora la princesa parecía más integrada. Sonreía, compartía frases y recuerdos... Incluso había comenzado a gastar bromas. Se la notaba relajada, pues esa conversación había sanado mucho más de lo que creía. Aquella noche era una Erkariel más.

  Kareliya prosiguió con sus clases. Cogió una rama que utilizaba a modo de utensilio de cocina para dibujarle formas a los alimentos que procesaba con sus propias manos, y se propuso hacer lo mismo esa noche con la masa que había dejado reposar hacía un rato. Formó una hogaza redonda con la masa y trazó un símbolo solar en la corteza con ayuda de la rama. Pinceló con miel la superficie y lo salpicó con pétalos y semillas.

  — Ahora al horno otro poquito más —anunció la anfitriona, provocando quejas entre algunos de los presentes. Realmente se morían de hambre, pues el metabolismo de los elfos era más rápido y necesitaban comer con más frecuencia. Pero a Kareliya no le gustaban las prisas, así que los mandó a callar con un rápido gesto con la mano y se echó de nuevo al sofá.

  En esta ocasión, mientras esperaban, charlaron tranquilamente y se organizaron para el día siguiente. La se?ora Erkariel aprovechó ese momento en el que todos parecían entretenidos para amamantar al peque?o Kior, quien ya lloraba hambriento. Le cantó una nana y el peque?o enseguida comenzó a so?ar en su cuna. Quién sabe si so?aba con elfos, brujos o dragones.

  El olor a pan solar de las colinas de Rukhara se hacía eco por cada centímetro cuadrado de la estancia. Tras varias súplicas enternecedoras, Kareliya cedió y fue a comprobar la cena que, gracias a los dioses, ya estaba lista. Tanto Karv? como A?lya se ofrecieron a ayudar para preparar la mesa, mientras que Rarika se escabulló con la excusa de terminar un libro al que le quedaban apenas cinco páginas por ser leídas.

  — Siempre pone la misma excusa —refunfu?ó Karv? por lo bajini.

  A?lya se rio.

  — Será porque siempre le funciona.

  Karv? entrecerró los ojos y miró de reojo a su madre.

  — No entiendo por qué le consiente todo.

  — Igual es porque es la única elfa con heterocromía.

  Karv? fingió ofenderse y le lanzó un trapo bordado con hilos de arkil dorado que su madre utilizaba para secar los platos. A?lya lo esquivó con la elegancia que le había proporcionado la Academia Real y lanzó un beso al aire, con un tono burlesco y pícaro.

  Krivar apareció en la escena y cogió el trapo.

  — Cuidado con jugar dentro de casa —comentó, aunque sin sonar molesto o enfadado, eso no encajaba con su personalidad—, no sé si os acordáis que estamos rodeados de velas.

  Kareliya comenzó a servir los platos y, mágicamente, Rarika ya había terminado de leer su libro para entonces. La tensión entre las hermanas era palpable cuando se cruzaron, casi como un imán positivo repeliendo a uno negativo. Ambas querían enzarzarse en una discusión sobre las tareas domésticas, pero su madre paró ese enfrentamiento en menos de lo que cantaba un zorro de Rukhar para dar el aviso de caza: le metió un trozo de pan a Rarika en la boca y la obligó a sentarse.

  — ?A comer! —declaró la mujer, cansada de las peleas entre las hermanas.

  Y así, la familia Erkariel junto con su invitada especial del día, la princesa A?lya, se deleitaron entre bocados de Rakout de corzo y pan solar de las colinas de Rukhara, anécdotas del día y recuerdos que, por una noche, volvieron a rememorarse.

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