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CAPÍTULO 6 · No importa morir, sino no haber vivido lo suficientemente bien ·

  Cuando escuchó las palabras del brujo, Kiraki dio un respingo en su asiento y se removió, incómoda. En esos momentos no sabía qué hacer o decir, ?acaso iban a por ella? Motivada por la idea de huir constantemente, se levantó de golpe. Parecía que su cuerpo iba más rápido que su mente, casi no tenía poder sobre él y, por mucho que quisiese ejecutar otra orden, no le obedecía.

  Pero solo llegó hasta la puerta, donde se encontraba Karv? sujetando la daga.

  — ?Me... me vas a hacer da?o? —preguntó Kiraki con una voz temblorosa y llena de tristeza. Apenas podía gesticular palabra con los nervios aflorando en cada poro de su piel escamosa.

  La elfa enarcó las dejas y miró hacia abajo, donde se percató de que todavía no había soltado su peque?a arma. Carraspeó la voz y la volvió a meter en el cinturón. Tuvo la sensación de que el corazón le daba un vuelvo y sus mejillas se tornaron rojizas.

  — Nunca lo haría —respondió Karv?—. Somos hermanas, ?recuerdas?

  Kiraki la miró fijamente por unos segundos, pero no dijo nada. La situación le había sobrepasado de manera que no sabía cómo confrontarla, y solo quería escapar de allí. Pero no creía a Karv?.

  Hermanas, pero con limitaciones por ser... diferente.

  Se sentía traicionada por su propia familia, como si no supiese con quién había compartido hogar todos esos a?os. Todas las tardes delante de la chimenea de hierro, conversaciones que se repetían en su memoria con un eco nostálgico, risas a carcajadas a causa de los horribles chistes malos de Krivar, secretos compartidos con las que consideraba sus hermanas... Todo le parecía falso ahora. Una pantomima digna de un juglar.

  Un hormigueo se apoderó de sus labios, los que tuvo que morder para intentar retener las lágrimas, que querían brotar de sus anaranjados ojos con pupilas en forma de diamante. Cuando sintió la piel dura alrededor de su boca, no pudo resistirlo más y dejó escapar a cada lágrima que había estado secuestrando. Cada trozo de su extra?a piel la hacía sentir diferente al resto. A su familia.

  Karv? se apresuró a abrazarla y ambas se fundieron en el momento, eterno en sus memorias.

  Kareliya observaba la escena con suma preocupación. Se mantuvo en alerta a cada segundo que pasó, tratando de no intervenir para no empeorarla, pero finalmente se vio obligada a ver como partía su reto?o, su medio dragón. La ni?a caída del cielo. A quien no había engendrado pero sí cuidado desde que era un bebé.

  Y ahora se iba, sin despedirse de ella.

  Kareliya se desplomó en el suelo y un ruido sordo sonó en la estancia.

  La escena sucumbió a los llantos, y después, un silencio total...

  Oculta en un valle monta?oso al norte de Raknor, donde las nieblas se aferraban al suelo como un manto de fantasmas, se alzaba la antigua mansión de Velthuriel Narvionel. Fue erigida en tiempos de la Gran Guerra Mágica como puesto de retiro y estudio para los altos se?ores elfos, pero ahora su esplendor había sido reemplazado por un silencio espeso y murallas desgastadas por el tiempo.

  El camino hasta ella serpenteaba entre riscos, atravesando puentes de piedra ennegrecida y flanqueado por árboles retorcidos que apenas dejaban pasar la luz. Desde la distancia, la mansión parecía formar parte de la roca misma. Solo los ojos atentos distinguían los arcos tallados con escritura élfica borrada, las gárgolas sin rostro y las torres cubiertas de hiedra oscura.

  El interior, aunque en apariencia abandonado, respiraba una vida inquieta. El salón principal conservaba un trono de raíces petrificadas, cubierto por una tela verde grisácea que ondeaba con corrientes que no deberían existir. Los pasillos eran largos, desnivelados, con tapices desgarrados por las garras del tiempo y estatuas cuyas miradas parecían cambiar con el paso del visitante.

  Velthuriel habitaba estas estancias como un se?or de ruinas. Su dormitorio estaba iluminado por una única vela que nunca se consumía, y su estudio —bajo llave de madera viva— contenía mapas antiguos, códices sellados y un espejo cubierto que nadie había osado descubrir.

  Las noches en la mansión estaban marcadas por crujidos que no provenían de la madera, luces que se encendían solas y susurros que a veces repetían un solo nombre: Tharion.

  — La criatura ha desaparecido de la faz de Rhionen —soltó una voz que sonaba a ultratumba apareciendo de la nada.

  Su figura apareció sumergida en un halo de humo negro, que le rodeaba estratégicamente para ocultar su rostro a... desconocidos.

  Un escalofrío recorrió la espalda de Verthuriel en cuanto le reconoció. No se dignó a girarse. No quería mostrarle ni un ápice de humanidad. El ser de las sombras se limitó a esperar una respuesta, y como no la obtuvo, se esfumó tal cual vino a los pocos segundos.

  Una vez el elfo se quedó solo, desenvainó su espada y la lanzó por los aires con una fuerza descomunal. Un chirrido agudo y estridente resonó por todo el recibidor como un grito de metal al rozar la aspereza de la piedra, seguido de un clamor desgarrador que por un momento pareció que iba a romper las paredes de la mansión.

  — L?tharion enval? tiri?n... —gru?ó Verthuriel con las manos cerradas en pu?os, tan fuerte que las venas habían adquirido un color zafiro, recalcado todavía más por el contraste de su tez casi pálida.

  — ?Qué es lo que os va a costar caro? —se atrevió a preguntar Tharonel vestido con su característica armadura ceremonial.

  Verthuriel se giró con la velocidad de un rayo que cae con ímpetu sobre un árbol aislado y fulminó con la mirada al capitán. Jugó un poco con su saliva y finalmente lanzó un escupitajo lleno de secreción nasal que aterrizó en el suelo con violencia. Tharonel reflejó una mueca de asco en su rostro.

  El se?or Narvionel no había percatado en la entrada de su amigo por culpa de aquel intrometido ser, quien se creía en el derecho de invadir la intimidad de uno solo por tener el poder de hacerlo.

  — La criatura ya no está en Rhionen —soltó Verthuriel en un tonó que sonó a sentencia, casi una amenaza.

  El capitán parecía confuso, como si no terminase de aceptar la información. Como si no le encajase si quiera la existencia de esta posibilidad. Permaneció en silencio por unos segundos, pensativo. El plan que llevaban entre manos, desde hacía a?os, podía desmoronarse en cuestión de un chasquido si aquel ser con sangre de dragón no volvía a la región.

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  Tharonel comenzó a caminar en círculos, casi de manera inconsciente. Sus labios murmuraban algo inteligible, sus susurros eran fieles amigos del silencio, apenas audibles. Incluso a Verthuriel se le estaba complicando.

  — ?Estáis seguro?

  Verthuriel asintió suavemente con la cabeza, como si se resignase a acpetarlo. Tharion inhaló profundamente y caminó hacia la ventana, encajada en un muro de piedra, estrecha y alargada como una herida vertical en la oscuridad. Apenas entraba la luz por aquellos ojos de la pared que parecían observarlo todo realmente, pero estaba claro que al elfo exiliado por voluntad propia le encantaban.

  Por otra parte, el capitán sintió que su mundo se desmoronaba. Pensó en su mujer, una elfa regordeta pero dada a los demás. Regentaba un peque?o negocio de artículos de segunda mano y siempre recibía a sus clientes con su particular sonrisa de oreja puntiaguda a oreja puntiaguda. La silueta de su mujer comenzó a empeque?ecerse y su rostro empezó a fundirse en una especie de neblina, que dio paso al recuerdo de su primogénito, Thalen.

  Thalen era risue?o, de cabello de rizos de oro y una cara inocente en la que abultaban más sus pecas que sus enormes ojos del color del océano. A menudo se paraba en seco y exigía atención, pero más allá de eso era un ni?o elfo sano y vívido.

  Tharonel no podía permitir que le ocurriese nada a su familia. Si la ni?a caída del cielo no volvía, él y los suyos serían acusados de alta traición y, muy probablemente, condenados a muerte. O a la jaula ladrona de sue?os, que era peor que regalar tu alma al diablo.

  Unos temblores inesperados aparecieron en el cuerpo sudoroso de Tharonel. No podía controlarlos.

  Sus pensamientos también corrían sin rumbo definido por su mente, dándole un fuerte dolor craneal que le impedía pensar con la suficiente claridad. Sus ideas se entremezclaban en un sinsentido y en su panorama visual aparecieron peque?as estrellas flotantes que titilaban como siguiendo el compás de una canción lenta.

  El capitán se frotó los ojos en una búsqueda de aclararlos, pero no lo consiguió. Sintió un leve mareo y tuvo que sostenerse en la pared para no caer. Verthuriel frunció el entrecejo mientras llevaba su mano a la empu?adura de su espada. No podía evitar estar alerta. La apretó con fuerza, tanta que sus nudillos se pusieron blancos. Una mezcla de sensaciones entre incertidumbre, miedo y preocupación se apoderó del cuerpo con sangre real. Aunque a pesar de las condiciones, trató de no reflejarlo.

  Contrajo los labios y se mantuvo a la espera.

  Tharonel simplemente se tambaleaba. Sus ojos se ti?eron del blanco de la luna en una noche despejada de nubes, y de su boca empezaron a borbotar montones de burbujas que dieron paso a una mezcla espesa, lo que parecía espuma. En su garganta palpitaban las venas con vehemencia, como si quisiesen estallar y convertir su carne en mil pedazos diminutos para ba?ar la estancia en sangre. Eran bombas de relojería en líquido. El capitán se echó las manos a la garganta en un acto desesperado: no podía respirar. Intentaba manifestar algún tipo de sonido, pero lo único que logró emitir fue un gorgoteo, pues se estaba ahogando con su propia lengua.

  Entonces Verthuriel lo comprendió: era Shal'Tharuk, el Devorador de Sombras. Le había poseído, seguramente porque Tharonel había sucumbido a un nivel de miedo desorbitado y en consecuencia terminó llamando la atención de este ser oscuro, quien es capaz de oler las almas aterrorizadas desde lo más profundo del núcleo de Anvharya, si es que sus víctimas realmente están casi muertas de miedo.

  El joven finalmente sacó su apreciada arma, Forjada en las antiguas fraguas del valle monta?oso que llevaba el mismo nombre. La espada Sombra de E?rdelin era una hoja larga y delgada, dise?ada para la precisión más que para la fuerza bruta. Su acero oscuro, casi negro, parecía absorber la luz en lugar de reflejarla, como si la misma noche la hubiera templado.

  La empu?adura estaba envuelta en cuero desgastado y grabada con runas élficas que relataban la historia de la traición y el poder. Un pomo en forma de cabeza de lobo coronaba el arma, símbolo de la astucia y la ferocidad que Velthuriel encarnaba.

  La hoja emitió un leve resplandor azul frío cuando se acercó la oscuridad, una se?al de su conexión con las fuerzas ocultas que el exiliado manejaba. Era un arma tan letal en combate como un susurro mortal en la penumbra, y su nombre, Sombra de E?rdelin, evocaba la presencia furtiva y persistente del propio Velthuriel en las sombras del reino.

  Velthuriel avanzó sin prisa. La hoja de su espada —oscura, afilada, precisa— se alzó con un leve silbido, como si cortara el aire antes de la carne. No hubo duda ni temblor en su gesto: era un golpe pensado, limpio, ejecutado con la precisión de quien ya ha matado antes... y volvería a hacerlo.

  El acero encontró su objetivo con una velocidad brutal. La hoja atravesó piel, músculo y hueso en un solo tajo diagonal, sin vacilar. Un chirrido sordo, como metal contra madera húmeda, se oyó apenas antes de que la cabeza se separara del cuello con un leve crujido final.

  El cuerpo de Tharonel tambaleó por un instante, como si aún no supiera que estaba muerto, y luego colapsó de rodillas con un golpe seco. La cabeza cayó al suelo con un sonido opaco, los ojos abiertos, sin comprender del todo lo ocurrido.

  Una línea fina de sangre trazó un arco perfecto en el aire antes de ensuciar el mármol frío.

  Velthuriel no dijo una palabra.

  No era necesario.

  Elandria Telwen se encontraba preparando Grelh?n de Silvaluna, un estofado claro y aromático, preparado con hojas tiernas de silvaluna (una planta de sabor entre espinaca y lavanda silvestre), flores comestibles del campo, raíces amargas de thiralen, y caldo reducido de savia dorada extraída del árbol de haldr?.

  Se cocinaba al fuego lento durante horas en ollas de barro sin esmalte, y se le a?adía al final una lluvia de semillas tostadas de vinareth, que crujían con cada bocado.

  El grelh?n era ligero pero nutritivo, y su sabor mezclaba lo floral con lo terroso, dejando un regusto levemente dulce y amargo, como el campo al amanecer.

  Elandria era una elfa de mediana edad, considerada ya como una anciana en ciernes. Su cabello largo y lacio anta?o fue del color del ébalo, pero ahora lucía sin resquemor, cómo le habían invadido las canas a lo largo de los a?os. A ella no le importaba morir, sino no haber vivido lo suficientemente bien. Pese a que todavía conservaba la postura erguida de quien nunca necesitó doblegarse, no podía esconder las arrugas que habían decidido formar parte de ella desde hacía ya casi un siglo.

  Preparó la mesa con la alegría de un ni?o recibiendo caramelos, y procuró que la cena estuviese bien presentada para la llegada de su marido. Se posó frente a la mesa y puso sus brazos en forma de jarra.

  El mueble era una pieza robusta y al mismo tiempo elegante, tallada en una sola losa de madera de selverin, con vetas ondulantes que brillaban con la luz del hogar. Tenía bordes irregulares, como si la naturaleza misma hubiera decidido su forma, y las patas, curvas y firmes, estaban talladas con motivos de raíces entrelazadas. En su superficie descansaban marcas sutiles de uso diario: cortes de cuchillos, manchas de infusión seca, y el aroma persistente del pan recién horneado.

  Por encima de la mesa, perfectamente colocados, estaban los cubiertos y las servilletas, bordadas por ella misma con seda de Feéhr.

  Un golpe seco y contundente sacudió la puerta: ?pum! El eco reverberó en las paredes de piedra.

  Elandria dio un brinco y se llevó una mano al corazón, mientras se le escapaba un peque?o grito ahogado. Por un segundo, pensó que no tenía visitas concertadas, por lo que no se decidió a abrir la puerta. Esa noche era para ella y su marido: ?seiscientos a?os casados no eran pocos! Había que celebrarlo.

  Sin embargo, cuando estaba por entrar de nuevo a la cocina, se paró en seco. Ese olor... ese olor tan familiar y que tan estratégicamente había tratado de ocultar el Grelh?n de Silvaluna, la hizo entrar en pánico. Miró hacia todos lados, pero estaba sola.

  Y él lo sabía.

  Tragó saliva casi de manera desesperada, pues su boca se había secado en apenas un suspiro. Una sensación de vacío la apoderó de un momento a otro, como la estrella fugaz que atraviesa el cielo en un día despejado: puedes verla, pero si no te das prisa, te lo pierdes. A ella la habían invadido sin avisar, sin apenas poder decidir si lo quería o no.

  Lo comprendió todo en cuanto supo el origen de aquel olor: Verthuriel Narvionel.

  * Nota del autor.

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