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La nueva orden

  Tras los eventos de ese día, nadie volvió a hablar del tema. Era una herida abierta que todos temíamos tocar. Queríamos aferrarnos a la mentira, fingir que nada de aquello había ocurrido. Pero la ausencia pesaba... Habíamos regresado con un hueco imposible de llenar. El grupo se había hecho más peque?o, y con él, nuestro mundo también.

  Encontraron a Zein desmayado, solo y sin fuerzas, en algún rincón del planeta. Aquella… cosa había arrasado con todo el ejército del EDI durante la misma noche.

  Volvimos a la Tierra en uno de los transportadores hallados en el planeta. Era mucho más rápido, y solo tardamos unos días en llegar. Días que se sintieron eternos. Zein continuaba dormido, atrapado en un silencio que dolía más que cualquier grito. Naoko no hablaba; su mundo se había quedado mudo. Solo iba al hospital, se sentaba a su lado y aguardaba... en silencio. Miguel, fiel a su costumbre, se refugió en el trabajo. De vez en cuando pasaba a ver a Zein, pero no nos dirigía palabra alguna. Era como si se hubiese marchado con Alexander, aunque su cuerpo aún estuviera aquí.

  Sora se quedó cuidando de Nanao. Al ya no tener que permanecer en prisión, decidió dirigir el local de Alexander. Intentamos mantenerlo a flote, como un homenaje... pero el lugar ya no era el mismo. Se sentía frío. Vacío.

  Ahora, sobre la repisa, había dos fotografías con mo?os negros: Alexander y Mei. Juntos, al fin, aunque no de la forma que habríamos querido. Aiko, con esos ojos inocentes, solía preguntar:

  —?Cuándo volverá papá?

  Y mi corazón se rompía un poco más cada vez.

  La reestructuración de su rostro para el entierro llevaba tiempo, demasiado. Y yo... aún no era capaz de decirle la verdad. ?Cómo arrancarle su sonrisa? ?Cómo explicarle que su padre jamás cruzaría de nuevo esa puerta?

  Visitaba a Zein todos los días. Me sentaba junto a él y le hablaba. Le contaba todo: del local, de los clientes, de Aiko... de cómo el mundo parecía seguir girando mientras el nuestro se había detenido. Pero... ?me escuchaba? No lo sabía. Y esa incertidumbre me carcomía. Temía... temía que jamás volviera a abrir los ojos. Temía que se convirtiera en otra Lyra, atrapado en un sue?o eterno.

  Y, en el fondo, una verdad cruel me golpeaba sin piedad: Todo esto es mi culpa.

  No estuve allí para él. No lo sostuve cuando más me necesitaba. Lo dejé solo... y este era el precio.

  El local, a pesar de su vacío, se llenó de amor. Los clientes, al enterarse de la muerte de Alexander, se volcaron en nosotros. Condolencias, cartas, flores, peque?as donaciones... hasta algunos se ofrecieron para trabajar, creyendo que necesitaríamos ayuda. El mundo parecía honrarlo... pero nada podía llenar su ausencia.

  Días después, lo ocurrido en el planeta se hizo público. La figura negra fue descrita como “un ente no identificado”, una sombra que, irónicamente, había ayudado a liberar un territorio clave. La humanidad ganó un frente, pero nosotros... nosotros lo perdimos todo.

  Alexander fue nombrado héroe nacional. Un símbolo. Un mártir.

  Pero para nosotros... él fue mucho más.

  No fue un héroe por un título. Fue un héroe porque, hasta el último instante, nos sostuvo. Luchó. Protegió.

  Y cuando llegó el momento... eligió quedarse.

  Por nosotros.

  El día del funeral llegó. El cuerpo de Alexander yacía en un sarcófago. Su rostro, marcado por cicatrices, aún conservaba la esencia de quien fue. El trabajo de reestructuración había cumplido su propósito: permitir que su hija pudiera verlo una última vez.

  Estuvimos todos allí. No solo nosotros... Miles de personas acudieron al funeral, ofreciendo su apoyo, quedándose hasta el final. Alexander, que alguna vez fue un desconocido, se había ganado un lugar en los corazones de muchos. Con el tiempo, su historia comenzó a circular en internet: relatos de sus haza?as en la guerra, gestos que nunca antes se habían hecho públicos.

  Fue líder de un batallón especial, uno diferente… Soldados que jamás empu?aron un arma. Su misión era ayudar, sin importar de qué lado estuvieran aquellos que necesitaban auxilio. Esta parte de su vida había permanecido oculta. Tras la rendición de su nación a mediados de la guerra, escapó a Norteamérica. Su destino fue México, un país que, en medio del caos, se convirtió en refugio para miles. Allí, en medio de las ruinas de un mundo herido, conoció a Mei. Allí nació su familia. Allí nació su hogar.

  Alexander no dejó de ayudar, ni siquiera cuando el mundo se desmoronaba. Tras la caída de las bombas, se ofreció como voluntario para recuperar cuerpos y limpiar zonas devastadas por la radiación. Siguió dando... Siguió sosteniendo.

  Estuvo para todos.

  Hasta el final.

  —Oye, Kiomi... ?Por qué entierran a papá? —me preguntó Aiko, su vocecita quebrando lo poco que quedaba de mi fortaleza.

  Vi cómo bajaban el sarcófago... y me quedé sin palabras. ?Qué podía decirle? No había respuesta que aliviara ese dolor.

  —Es para que pueda descansar —dije, alzándola en brazos, sintiéndola tan peque?a, tan frágil... como yo por dentro.

  —?Y por qué quiere descansar bajo la tierra? —insistió, con esa inocencia que duele más que cualquier verdad.

  Tragué saliva.

  —Para poder ver en paz a tu mamá...

  —?Y yo? ?Puedo ir con ellos también?

  Mi corazón se detuvo. Un nudo, seco y doloroso, se alojó en mi garganta.

  —No… aún no. Debes quedarte aquí, con nosotros —le respondí, acariciándole el cabello—. Eso es lo que hubiera querido tu papá.

  Aiko guardó silencio. Solo apoyó su cabecita en mi hombro. Y yo... yo sostuve ese peque?o mundo en mis brazos, porque sabía que, si lo soltaba, me rompería por completo.

  La ceremonia terminó, y mientras el sol comenzaba a ocultarse, un camión llegó al cementerio. De él bajó Paul, acompa?ado por varios trabajadores. Traían algo... algo grande.

  Con cuidado, lo instalaron cerca de la lápida. Cuando retiraron las telas que lo cubrían, mi corazón se encogió.

  Era una estatua. Una figura de Alexander, casi del tama?o real. Imponente y serena. Hermosa... porque era él. No solo su imagen, sino su esencia. Su presencia.

  Y entonces... sonreí. Una sonrisa rota, frágil... y llena de amor.

  Las lágrimas brotaron. No quise detenerlas.

  Porque él estaba allí.

  Y siempre lo estaría.

  Habían pasado dos semanas desde aquel día. Estaba atendiendo la cafetería junto a Sora cuando, de repente, mi teléfono sonó. Al contestar, escuché la voz agitada de Naoko.

  —?Zein despertó!

  El mundo se detuvo por un segundo... y en el siguiente, ya estaba corriendo.

  —?Judas, cuida el local! —grité al salir, pero Sora, sin dudarlo, fue tras de mí—.?Vamos juntos!

  Las calles pasaban como un borrón mientras me tropezaba a cada paso, mi corazón latiendo desbocado, no solo por la carrera... sino por la emoción que amenazaba con desbordarse.

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  Llegamos al hospital. El mismo donde Lyra seguía internada. El mismo donde Zein había pasado las últimas dos semanas, inmóvil.

  Era tarde. La luz cálida del atardecer te?ía los pasillos, creando ese tono dorado que solo tiene el cielo cuando se despide. Y allí, en aquella habitación, estaban todos. Llegaron poco antes que yo. Pero mi mirada solo lo buscó a él.

  Zein.

  Acostado en la cama, con la bata de hospital, despierto. Vivo.

  El nudo en mi pecho se rompió de golpe.

  —?Zein! —Su nombre escapó de mis labios antes de que pudiera pensar.

  Corrí hacia él y, sin contenerme, me abalancé sobre su pecho, envolviéndolo en un abrazo desesperado, fuerte, lleno de todo lo que había callado esas dos semanas. Mis lágrimas cayeron sin permiso, empapando su bata.

  —Qué bien... qué bien que despertaste... —mi voz tembló—. Temía que... que no volvieras a abrir los ojos... que... que no pudiera volver a verte...

  Entonces... sentí sus brazos rodearme. Su calor. Su latido.

  —Perdón por preocuparte —dijo, con esa voz suave... tan cálida, tan serena... tan suya. Una voz que no escuchaba así desde hacía mucho.

  No pude evitar aferrarme más.

  —No vuelvas a dejarnos... no me dejes sola... por favor... —susurré, casi en un ruego.

  Nos quedamos así. El mundo se volvió peque?o, reducido a ese abrazo, a su respiración, a su presencia.

  Hasta que...

  —Ejem… —Un carraspeo interrumpió el momento.

  Volteé y vi a Miguel, cruzado de brazos, con una ceja levantada y una sonrisa que mezclaba picardía y diversión.

  —No creo que sea el momento —soltó, con tono burlón.

  El calor subió a mi rostro en un segundo.

  —?Y-ya, Miguel! —me separé de Zein, sintiendo cómo mis mejillas ardían. Mi corazón palpitaba descontrolado, y no solo por la vergüenza.

  Las risas suaves de los demás llenaron la habitación. Naoko, Sora.... Miguel, claro, tenía esa expresión de “te atrapé” que tanto me desesperaba.

  Miré a Zein de reojo... y él también sonreía. Una sonrisa sincera, serena. Y eso... eso valía más que cualquier cosa.

  Pasamos un buen rato hablando, todos juntos. Zein se veía diferente… más relajado, más ligero, como si se hubiera desprendido de un peso enorme.

  Cuando tocamos el tema de Alexander, su expresión se ensombreció, y por un momento temí que aquella luz en su rostro se apagara. Pero tras un largo silencio, miró hacia la ventana... y sonrió.

  —Alexander... siempre fue alguien que nos cuidó a todos —dijo, con voz suave, pero firme—. No creo que quisiera que viviéramos este día con tristeza... sino con gratitud.

  Y en esa sonrisa, vi a Zein... vi a ese chico que, tras todo el dolor, aún tenía esperanza.

  Y sentí... que estábamos volviendo a casa.

  —A decir verdad… estuve consciente todo este tiempo —dijo Zein, su voz suave, pero cargada de peso—. Simplemente… no podía despertar. El cansancio… y… hasta cierto punto, no podía con su muerte.

  Su mirada se perdió hacia abajo, como si reviviera ese dolor.

  —Pero… un día so?é con él. Pude hablarle… no sé si era realmente Alexander, pero… sentí que fue nuestra última charla. Y eso… me tranquilizó un poco.

  Al levantar la vista, sus ojos se posaron en nosotros. Había arrepentimiento en ellos.

  —Lo siento, chicos… —su voz se quebró apenas—. Fue por mi imprudencia… por todo mi enojo que…

  —No —interrumpí, firme—. No te disculpes. Nada de esto fue tu culpa.

  Zein parpadeó, sorprendido, y su expresión se suavizó. Un suspiro escapó de sus labios, como si soltara un peso invisible.

  Seguimos conversando. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo… algo volvía a encajar. Como si, poco a poco, nuestro grupo recuperara esa chispa que habíamos perdido.

  Naoko volvió a reír con esa sonrisa suya, tan grande, tan sincera, que era imposible no contagiarse. Miguel, con su típica actitud relajada, bromeaba con todos, y esa sonrisa burlona que tanto extra?aba volvió a iluminar su rostro.

  Sora charlaba animadamente, mientras Nanao y Aiko reían, contagiando a todos con su alegría.

  Sí, había un vacío. Un hueco profundo que Alexander había dejado en nuestros corazones. Pero… juntos… juntos lo llenábamos. éramos un equipo. éramos nosotros.

  Entre risas y recuerdos, hablamos de lo que había sucedido.

  —?Sabían que los habitantes de ese planeta resultaron ser bastante amigables? —dijo Sora, con emoción—. Algunos incluso viajaron hasta la Tierra.

  —Sí —agregó Naoko—, se formó un grupo de cooperación interplanetaria. Varias colonias están colaborando con nosotros.

  —Parece que Azariel tiene influencia sobre muchos sistemas cercanos —comentó Miguel, apoyado en la pared—. Y gracias a eso, varios mundos contactaron con la Tierra. Al final… se formó algo llamado ‘Orden Galáctica’.

  Zein escuchaba con atención, su mirada reflejando curiosidad… y esperanza.

  Entonces, Naoko, con un tono más serio, rompió la charla:

  —Zein… ?puedo preguntarte algo?

  —Claro —respondió él, girándose hacia ella.

  —Esa cosa que… que vimos… —dijo, con un toque de preocupación—. ?Qué era? No tienes que responder si no quieres…

  Zein guardó silencio unos segundos, su mirada se oscureció brevemente, pero luego suspiró.

  —Está bien —dijo—. A decir verdad… yo tampoco lo sé. Esa cosa… —hizo una pausa, como buscando las palabras correctas—. Dijo algo sobre… la representación de mi alma o algo así. Pero… no entendí mucho más.

  Hubo un instante de silencio, hasta que una voz familiar se alzó con firmeza:

  —Sea lo que sea —intervino Miguel, con una sonrisa confiada—, nos aseguraremos de que algo así no vuelva a pasar.

  Zein lo miró, sorprendido… y sonrió.

  —Sí… —asintió—. Juntos.

  Y así, entre risas, promesas y compa?ía, sentí que, al fin… después de tanto… todo comenzaba a encajar. Como si, tras la tormenta… la luz regresara.

  El día fue apagándose poco a poco, y casi sin darnos cuenta, la noche cayó. El tiempo parecía haber volado, pero sabíamos que pronto volveríamos a visitar a Zein.

  Fui la última en salir de la habitación. Justo cuando iba a cruzar la puerta, sentí su voz detenerme:

  —Kiomi… —dijo suavemente—. Gracias.

  Me giré, algo sorprendida.

  —?Por qué? —pregunté, con curiosidad.

  —Por haber estado aquí… todos estos días. —Su mirada era sincera, profunda—. Por hablarme… aunque yo no pudiera responderte.

  Mis ojos se abrieron ligeramente. El calor subió a mis mejillas al entender el significado de sus palabras. él… me había escuchado todo ese tiempo.

  —D-De nada… —murmuré, sintiendo cómo la vergüenza se apoderaba de mi voz, apenas un susurro.

  Zein sonrió. Una sonrisa suave, tranquila, de esas que pocas veces había visto… pero que ahora guardaría en mi corazón.

  Al salir del hospital, la noche se desplegaba sobre mí, más hermosa de lo que jamás recordaba. Las estrellas titilaban como si celebraran algo. El mundo entero parecía más brillante.

  ?Era la noche… o era yo?

  No lo sé. Tal vez… era porque estaba feliz.

  El a?o pasó rápido. Un a?o… calmado.

  Los ecos de la guerra parecían haberse disipado, y en su lugar florecía algo nuevo: esperanza.

  Varias civilizaciones cercanas en el universo contactaron para unirse a la Orden Galáctica. Un sistema conectado de naciones que, contra todo pronóstico, llevó la paz a rincones que antes solo conocían el conflicto.

  Lo único extra?o… era el silencio.

  El EDI, esa sombra constante, nunca lanzó una ofensiva. Apenas peque?os ataques defensivos y escaramuzas menores desde sus guarniciones. Ningún contraataque, ninguna represalia significativa. Solo… silencio.

  Y así, en septiembre del 2054, la humanidad alcanzó algo impensable.

  Se celebró una gran gala en Dubái: la Liga árabe se unía oficialmente a la Nueva República, y por primera vez en la historia…

  La humanidad entera… era una sola.

  Un mundo. Una nación. Una voz para representar la Tierra ante el universo.

  La gala fue… deslumbrante. Lujo, música, luces. Un espectáculo digno de un momento histórico. Y aún así, a veces, me costaba creer que nosotros estuviéramos allí.

  Zein, quien solía evitar estos eventos desde… Lyra, decidió asistir. Era un tema doloroso, sí, pero… poco a poco, parecía estar encontrando su camino.

  Y todos nosotros fuimos, juntos, como siempre.

  Sora, en particular, destacaba. Con su nuevo look, al fin aparecía en público sin temor. Nadie lo reconocía ya como el hombre que alguna vez fue…

  Ahora no era un conquistador.

  Ahora era… uno de nosotros.

  Un miembro de nuestro equipo.

  La fiesta era un crisol de culturas. Distintos seres de otros planetas llenaban el salón, algunos con apariencias extravagantes, otros simplemente… extra?os. Pero esa diversidad, tan viva y caótica, era el reflejo de la nueva era que estábamos construyendo.

  En el último a?o, los viajes interestelares se habían vuelto más comunes. Pronto, el turismo interplanetario sería parte del día a día, y la Tierra, con su riqueza natural y cultural, prometía ser un destino codiciado.

  Pero la ilusión se rompió de golpe.

  —?Evacuen el lugar! —gritó una voz al borde del pánico.

  Un representante del consejo irrumpió en la sala, sudando y con la respiración entrecortada:

  —?El EDI está atacando en masa a todos los sistemas de la Orden… y todos han caído! ?La Tierra… es el último bastión!

  El mundo… se detuvo.

  Por un instante, el silencio fue absoluto… y luego, el caos.

  Los gritos estallaron. Los gobernadores fueron escoltados rápidamente para ocultarse en refugios seguros. A pesar de ser la civilización menos avanzada tecnológicamente, la Tierra era el planeta más grande de la Orden, lo que facilitaba ocultar a miles de personas.

  Zein no dudó.

  —?Vamos, rápido! —ordenó, y en un destello de maná, su ropa de gala se desvaneció, reemplazada por su armadura de combate.

  —Uf… ya no aguantaba más este vestido —respondí, haciendo lo mismo. En un parpadeo, el fino traje fue sustituido por mi equipo de batalla.

  Siempre me había encantado esa forma de usar el maná. Un cambio instantáneo de vestimenta… o la invocación de cualquier arma u objeto guardado en tu esencia. Práctico… y elegante.

  Pero no había tiempo para pensar en eso.

  Un soldado nos interceptó.

  —?Síganme! Hay un carguero preparado para llevarnos. El enemigo está descendiendo al norte… y varios generales del EDI ya están en tierra.

  Zein asintió, su mirada encendida.

  —Entonces… vayamos a recibirlos.

  Nuestras miradas se cruzaron.

  Y sin decirlo, lo supimos.

  Juntos… hasta el final.

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