Aunque ya se sabía dónde estaban, se demoró un día entero. Por eso, al tercer día, a las 4:03 de la madrugada, todo estaba listo.
—?Camiones?
—Listos —afirmó el general.
—?Cuántos hombres?
—Doscientos seis.
—Son suficientes. ?Está listo el escuadrón?
—Sí.
Candado inhaló profundamente y luego exhaló.
—Que se muevan.
Dentro de la instalación
Un hombre de mediana edad, con sobrepeso, caminaba por los pasillos tras salir del ba?o.
—Oliver.
—Hola —saludó el hombre gordo.
—Necesito pasar. ?Puedo?
—Claro. Por cierto, quería decirte que tu consejo me sirvió.
—?Ah, sí?
—Sí. A mi hijo le encantó ese pastel de cumplea?os... no puedo olvidar su sonrisa.
El guardia abrió la puerta.
—Es bueno, te dije que las cosas dulces lo solucionan todo, jeje. En fin, disfruta tu día.
El se?or entró a la cabina, se sentó… y nunca más volvió a levantarse. Una hoja afilada le había cortado la garganta. Una figura se acercó, tanteó al guardia y le sacó las llaves, luego tomó su forma.
—?Oliver?
El segundo guardia entró.
—Escuché ruidos. ?Estás bien?
—Claro. Me caí —dijo su asesino, imitando su voz a la perfección.
—Je, tienes que bajar de peso, amigo.
—Bromista.
—Piensa en eso, va a ser una jornada larga.
—Sí, lo haré.
El guardia se giró.
—En fin, es hora de— ?AH!
Una daga le perforó la sien mientras el supuesto "obeso" le cubría la boca. La muerte fue casi instantánea.
Entonces, la figura cambió: la apariencia del gordo desapareció y en su lugar quedó la silueta de una mujer con antifaz negro.
—Estoy adentro —dijo por el radio.
—Genial. Ahora abre las puertas… que empiece la fiesta.
La mujer entró a la sala, utilizó las llaves del guardia y liberó las compuertas exteriores.
Los camiones comenzaron a entrar, seguidos por dos furgonetas. En una de ellas viajaba Candado. Apenas se bajó para inspeccionar, su vista fue bloqueada por las manos de la mujer del antifaz.
—?Sabes una cosa? Estoy empezando a odiar que me hagan esto.
—Lo siento, es por su bien.
—Puedo no ver, pero aún huelo la sangre de esos dos cadáveres.
Ella le tapó la nariz con los dedos índice y pulgar.
—?Oye! Ay, ay, ya entendí… ?volveré a la furgoneta!
Tres minutos después
Desde la ventanilla del vehículo, Candado le entregó el mapa, con la cabeza agachada.
—Esto es estúpido.
La mujer tomó el mapa y se dirigió a uno de los camiones.
—?Va todo bien?
—Sí, todo va bien, general —respondió Candado.
—?Puedo hacerle una pregunta?
—Adelante.
—?Quiénes son ellos?
—?No los conoce? Vaya irresponsabilidad general.
—Asumí el cargo hace seis a?os. Lamento decir que no, pero me recomendaron fuertemente este "escuadron".
—Se hacen llamar “Los Cazadores”. Son un grupo de trece personas que odian a los agentes. Han trabajado antes en situaciones como esta.
—Vaya… ?Y qué harán ahora?
Candado esbozó una sonrisa.
—Ya sabe, general. Una limpieza.
Candado sacó un mapa y siguió estudiándolo.
Mientras tanto.
En el edificio central.
Un ascensor subía lentamente por el núcleo del complejo, con el zumbido suave de la maquinaria eléctrica y el golpeteo tenue de los cables internos. Los números del panel descendían uno a uno: 10… 9… 8… marcando con impaciencia un destino inevitable. Cada número brillaba y se apagaba, como una cuenta regresiva para algo que nadie en los pasillos podía prever.
Afuera, todo parecía estar en perfecta armonía. El piso de mármol resplandecía bajo la luz blanca de los paneles en el techo, donde ni una mota de polvo se atrevía a asentarse. Científicos con batas impecablemente planchadas caminaban con tabletas en la mano, absortos en sus análisis, intercambiando observaciones con voces pausadas y educadas. Guardias de seguridad, en uniforme azul oscuro, conversaban sobre trivialidades: un partido de anoche, un almuerzo pendiente, una cita cancelada. Entre ellos desfilaban ejecutivos con trajes de marcas exclusivas, perfumados y seguros de sí mismos, como si el mundo les perteneciera.
Risas suaves. El sonido de tazas de café. Pasos coordinados. La vida dentro de ese pasillo era una caricia a la rutina y orden, una sinfonía de lo cotidiano. Nadie miraba hacia el ascensor. Nadie imaginaba que algo fuera de lo normal pudiera surgir de allí. Era un día más en el complejo, otro lunes que prometía informes, datos, decisiones y cafés recalentados.
El panel marcó el “1”.
Un timbre suave precedió la apertura de las puertas.
Delante del ascensor, una joven de gafas esperaba con una sonrisa amable. Su expresión era la de alguien que no imaginaba el destino que la miraba desde dentro.
Siete figuras se encontraban en el interior.
Seis de ellas llevaban trajes ignífugos completamente negros, sin marcas, sin insignias, sin nombre. Sus rostros estaban ocultos por visores opacos, moviéndose como sombras contenidas, disciplinadas. En el centro de ellos, destacando como un titán entre espectros, se erguía un individuo aún más imponente, con un traje ignífugo azul con rojo, y una máscara de gas oscura que ocultaba toda su expresión. La joven apenas le llegaba al pecho.
El silencio fue absoluto por un instante.
Un latido.
Dos.
El hombre sacó un revólver de su bolsillo. Lo hizo con una lentitud cruel, como si el tiempo le perteneciera. Apuntó a la frente de la chica. Ella no tuvo tiempo de reaccionar. No gritó. No entendió. Solo vio el ca?ón oscuro, frío, inexplicable.
El disparo resonó como una explosión dentro de una catedral.
La bala le perforó la frente. Su sonrisa murió antes que su cuerpo, que cayó sin resistencia al suelo, como una marioneta a la que le han cortado los hilos. La sangre brotó a borbotones, caliente y viva, pintando el mármol blanco con una mancha roja que avanzaba como una lengua impía.
El pasillo enmudeció. Las charlas cesaron. Las tazas cayeron. Algunos se quedaron paralizados. Otros empezaron a gritar.
El sujeto de la máscara no se inmutó.
—Red… tremendo mamón —murmuró una voz detrás de él, quizás divertida, quizás molesta.
Y entonces el rugido de la guerra rompió el velo de la calma.
—?VAYAN YA! ?EMPIECEN LA LIMPIEZA!
Cinco de los seis salieron del ascensor empu?ando lanzallamas. En cuanto pusieron un pie en el pasillo, lo redujeron a cenizas. El caos estalló.
Hombres, mujeres y ancianos fueron carbonizados sin distinción. Algunos suplicaban de rodillas, con lágrimas en los ojos, implorando por sus vidas. Nadie los escuchó.
—Red… se suponía que yo debía hacer la entrada. ?Cuántas veces hemos hablado de esto? Siempre...
El individuo conocido como Red guardó su revólver con calma. Sin prisa, sacó su lanzallamas.
—Sabes… fue igual que aquella vez en Uruguay, cuando...
Se detuvo un momento. A su izquierda, una puerta de oficina cerrada captó su atención.
—Entiende… tener una reputación conlleva una gran...
Red caminó hacia la puerta, sin mirar atrás.
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—?Oye, no me ignores! ?Aún no termino contigo!
Una persona, en llamas desde la pierna hasta el torso, se arrastraba desesperada a su lado.
—Wákala. Un agente quemándose en mis zapatos nuevos...
El hombre desenfundó su arma y le disparó seis veces. Cada tiro sonó como un desprecio.
—Uy… qué fea sensación.
Avanzó sin inmutarse por el caos, por los gritos, por el olor a carne quemada. Incluso cuando un guardia, cuchilla en mano, se le abalanzó desde un costado, Red reaccionó en silencio: giró, apuntó, y una llamarada le devoró el rostro. El atacante corrió algunos pasos, sin dirección, como una gallina sin cabeza, antes de desplomarse.
Red llegó a la oficina, levantó una pierna y pateó la puerta. Esta se hizo astillas. Dentro, una mujer acurrucada en el rincón abrazaba un rosario con todas sus fuerzas.
Red recorrió el lugar con la mirada. Sobre el escritorio, un marco con una fotografía: ella, más joven, abrazando a una ni?a de no más de seis a?os.
—Por favor... —susurró la mujer.
Red se volvió hacia ella. Ella lo miró a través de los oscuros agujeros de su máscara, buscando una pizca de humanidad.
—Tengo una hija... Está sola en casa. Solo quiero volver a verla...
Red tomó el marco, lo observó unos segundos, y luego se lo entregó. Ella lo recibió entre sollozos.
—Gracias... gracias...
él levantó el lanzallamas.
—Eh… ?qué haces?
Disparó.
La mujer gritó. Trató de escapar, pero Red le aplastó la espalda con su bota. La siguió quemando durante tres minutos, hasta que su torso se volvió ceniza.
—?Red! ?Qué asco, hermano! Oye, Red, todavía tenemos que hablar de—
Red lo sujetó del cuello de la camisa y lo atrajo hacia sí, justo a tiempo para esquivar una bala que pasó rozando.
—Dios… eso estuvo cerca.
Red sacó su hacha. Con un movimiento rápido, la lanzó con fuerza. El filo destrozó el cráneo del guardia escondido al fondo del pasillo. Luego caminó con total tranquilidad, retiró el arma de la cabeza ensangrentada, sacó un pa?o de su bolsillo y comenzó a limpiarla.
—Eres un payaso, Red.
Estacionamiento.
—Red y Keller están arriba —informó una voz.
—Sí ya lo noté —dijo Candado mientras bajaba el volumen de los cascos que tenía en su oído, para luego mirar a la chica que estaba sentada en el asiento delantero—Disculpe... "Madre de Leandro"
—?Sí?
—?Esto... en qué ayuda a la operación? Hay mucho quilombo allá arriba.
—No te preocupes, "Amigo de mi hijo". Todo está bajo control. Mejor guarda energías. Yo te haré un lugar cuando llegue el momento.
—Bien... Solo... háganlo rápido.
—Se hará todo lo posible.
Candado suspiró.
—Abel, ázack... ?me reciben?—preguntó la "Madre de Leandro".
Laboratorios.
Un pelirrojo de boina oscura ajustó el cargador de su rifle. ázack. A su lado, una mujer de camisa blanca, mo?o, tirantes oscuros y cabello morado: Abel. Militar. Médica.
—Te recibo perfectamente —respondió Abel por radio.
—Genial. ?Está todo listo?
—Todo listo —levantó el pulgar.
—Listo. Abro la puerta.
ázack cortó comunicación, cargó su arma y apuntó. Solo estaban ellos dos.
La puerta se deslizó con un chirrido. Adentro, una docena de personas trabajaban frenéticamente. Al fondo, tres ni?os; uno ya estaba muerto, mutilado sobre una camilla.
Un doctor sacó un arma de debajo de la mesa y disparó hacia Abel. Pero el disparo rebotó y lo mató a él.
—Siempre lo mismo... —Abel se sobó la frente—. Nunca piensan.
—?Un reflector! —gritó un médico—. ?Rápido, un espejo!
ázack lo mató de un disparo en la cabeza.
—Ustedes no saldrán vivos de aquí.
Sala de oficinas.
La destrucción era total. Cuatro figuras causaban estragos a su paso.
Lázaro Gómez, capaz de generar explosiones con cualquier objeto, hacía volar en pedazos escritorios, equipos y personas. Jorge, un hombre musculoso de más de dos metros, barba espesa, completamente blindado, arremetía contra todo con brutalidad. León, sombrero, gabardina, rostro oculto, disparaba su Winchester .38 con precisión quirúrgica.
En el centro de todo, Emma, sentada en el suelo, canalizaba la electricidad del edificio para localizar a los objetivos que debían rescatar.
—Están abajo —dijo, con la mirada fija en sus datos.
—?Más? —bufó Jorge—. Emma, por favor...
—No es mi culpa, Jorge. Culpa a los arquitectos.
Un guardia herido alzó la mano, suplicando. Jorge le disparó entre los ojos sin pesta?ear.
—Descarado de mierda.
—?Terminaste tu berrinche? —ironizó Lázaro.
—No me molestes, Lázaro.
—Wong aquí, Emma.
Sala de descanso.
—?Qué pasa, cari?o?
—Los he localizado. Están justo debajo de vos.
—Oh... —Wong miró a los lados—. Creo que vi un ascensor.
—Perfecto. Ve allí. Red y Keller estarán cerca...Espero.
—Recibido. Te dejo.
Wong cortó la comunicación. Se quedó en silencio por unos segundos.
—…Sabes, yo he visto cosas horribles. Viví una guerra... no, viví una masacre.
Wong caminaba entre cadáveres. Al menos veinte personas yacían muertas; el suelo estaba completamente cubierto de sangre fresca.
—Cuando Judas Iscariote vendió a Jesús, se ahorcó —dijo con tono casual—. ?Y sabes qué más? Se dice que hubo una tormenta, es curioso, porque eso nunca lo vi en la biblia.
Se sentó sobre un escritorio manchado, tomó una lata de refresco y observó el espectáculo con indiferencia.
—Entonces ocurrió… ?eh? Ahora dime.
Frente a él, un hombre temblaba. Sin embargo le hablo, como un amigo, con su acento era casi extinto en Argentina: el arrabalero.
—?Mirame a los ojos cuando te hablo, gil! Si querés temblar, temblá... pero no la mires a ella, ni al suelo. Mirá que me pongo celoso, viejo
La sala de descanso apenas tenía luz, la justa para que, en medio de esa oscuridad, brillaran los ojos de él.
—Conwell —susurró Wong.
Así era. Jauro Conwell, también apodado el demonio de ojos rojos. Vestía ropa al estilo de los a?os veinte, elegante y pulcra. Su sonrisa era tan perturbadora como la luz escarlata que salía de sus ojos.
—Cari?o —dijo Conwell sin voltear—, no interrumpás nuestra conversación.
—él... ya está muerto —respondió Wong.
Conwell miró el cuerpo frente a él.
—?Ah, claro! Por eso esa caripela ida... y yo que pensé que se había enamorao del suelo, che.
Suspiró con fastidio. Luego, sin dramatismo, retiró el hacha de su propio abdomen y se puso de pie.
—Tengo hambre. Hagamos boleta a los que quedan y nos vamos.
—Emma me llamó. Los rehenes están abajo.
—Perfecto. Cinco muertos más, y bajamos.
—Conwell... literalmente mataste a todos en esta sala. ?Aún crees que queda alguien?
—Como dije, cinco. Dos hombres allá, ese sujeto que finge ser un cadáver, y esas dos mujeres.
Wong desenfundó su arma y disparó. Una bala al impostor y dos más contra la pared, donde se ocultaban los otros.
—?Listo?
—?Esos eran míos, querida!
—No tenían tu nombre.
—Me conformaré con ella —dijo Conwell, caminando hacia el cubículo donde se escondían las mujeres.
Las dos temblaban.
—Por favor —suplicó una de ellas—, estoy embarazada… No nos hagas da?o.
Conwell la decapitó sin dudar.
—Otra mentira, digo que algún día tienen que inovar. Siguiente.
La otra se cubrió la cabeza. Conwell alzó el hacha, pero se detuvo.
—?Cómo es esto posible?
Tiró el arma al suelo, incrédulo.
—Artemisa… qué grata sorpresa.
Se acuclilló, observándola de arriba abajo.
—?Te conozco?
—Por supuesto. Le prometí a tu madre que te cuidaría.
—Mi madre murió hace a?os.
—Lo sé. Yo la maté —respondió Conwell con naturalidad—. Pero hizo un trato conmigo: su vida a cambio de la tuya.
El rostro de la joven se transformó. El miedo dio paso a la furia.
—?VOY A MATARTE!
Saltó sobre él y comenzó a estrangularlo. Wong estuvo a punto de intervenir.
—No, no, no. Lo tengo todo bajo control —dijo Conwell, mientras la sujetaba con fuerza. Luego, le dio un pu?etazo en la mejilla y la dejó inconsciente—. Uf… qué fiera. Llama a Bretanny, dile que tengo un prisionero.
Wong frunció el ce?o con disgusto, pero obedeció y activó la radio.
Un minuto después…
—Cuando hiciste aquella promesa, pensé que mentías —dijo Wong.
—Ja, miento mucho, Wong. No seas ingenua.
—Pero esto… ?qué es?
—Una promesa. Y yo nunca rompo una promesa.
Wong suspiró.
—Diré que no hubo sobrevivientes.
—Eres un amor. Que peque?o es el mundo
Piso inferior
El ascensor había sido reparado solo para ellos: Ron Ezequiel Anuel y Lisa de Santa Rita.
Lisa tenía la capacidad de crear objetos y dotarlos de vida. Ron, en cambio, era un maestro de la espada.
Lisa, de tez pálida como quien ha vivido en un invierno perpetuo, vestía un mameluco con tirantes rojos y una gorra amarilla con un triángulo. Llevaba lentes gruesos y una cicatriz en la frente.
Ron lucía un traje naranja con corbata negra. Su piel era oscura y a su espalda descansaba una katana.
—Necesito un ave —pidió Lisa.
Ron cortó un tacho de basura metálico.
—Aquí están tus materiales.
Lisa ensambló una paloma metálica, la llenó de explosivos y la activó.
—Ve hacia la victoria.
El ave, símbolo de paz, se convirtió en un arma homicida. No llevaba claveles, sino esquirlas. Al explotar, arrasó con todo. Nadie sobrevivió.
—Parece que se ocultaban aquí —sonrió Ron.
Una figura emergió de entre los restos, empu?ando un arma. Estaba a la distancia justa para disparar y matar a ambos. Pero tuvo mala suerte.
Ron ya estaba ahí. Solo pasó un segundo, un parpadeo. Y él estaba a su espalda.
Con voz calmada, dijo:
—Eres basura, agente.
Luego procedió a atravesarlo con la hoja.
—Lisa, será mejor que nos demos prisa. Abre las compuertas para bajar.
—En seguida.
—ázack, aquí Ron. Todo está listo.
—Recibido. Enseguida bajamos.
Sala de descanso
Por otro lado, Red y Keller habían llegado hasta los elevadores que llevaban a esa zona.
—Demonios… adelántate. Olvidé saquear los bolsillos de los que matamos —dijo Keller, girándose.
—...
—?Qué? Puedo vender lo que encuentre y maximizar ganancias.
Red lo tomó de la cabeza y lo empujó a un lado, justo a tiempo para esquivar una bala que silbó cerca de ellos. Un guardia aún respiraba.
—?Mierda!
Red empujó a Keller detrás de él y lanzó su hacha con fuerza. El filo se incrustó brutalmente en el pecho del atacante.
—?Por Dios santo, Red! —exclamó Keller, mirando con horror la escena.
Red lo ignoró. Se acercó al guardia agonizante.
—Monstruos… —musitó el hombre, ahogándose en su sangre.
Red tomó su revólver y le disparó en la garganta sin inmutarse. Luego retiró su hacha con calma.
—Red, eres cruel —se burló Keller.
Red se acercó a Keller y lo revisó palmeándolo por todo el cuerpo.
—Estoy bien —dijo Keller, aunque Red notó la sangre que manaba de su pierna derecha. La tocó con el dedo índice.
—?Au! —gritó Keller.
Red lo miró fijamente a los ojos.
—??Qué?!
Red se?aló la puerta de salida.
—Oh no. Claro que no.
Red siguió se?alando.
—…Está bien —cedió Keller, rengueando hacia la salida.
Red guardó su hacha en la espalda y retomó su camino.
—Oye —lo llamó Keller.
Red se giró.
—Ten cuidado, ?sí?
Red levantó el pulgar en silencio y siguió andando.
—Eres un loco, Mascaritas… —murmuró Keller con un suspiro.
Estacionamiento
—Entonces… ?Todo está limpio, no? —preguntó Candado.
—Así es.
—Bien.
Candado sonrió, y Bretanny le devolvió la sonrisa.
—Entonces…
—No.
—…
—Tampoco puedes hacer eso.
—Bien… eso fue aterrador.
En ese momento, la puerta se abrió.
—Bretanny, te necesitamos.
—Está bien —respondió. Luego se giró hacia Candado—. Ahora quiero que te que… des.
Pero Candado ya no estaba en su asiento. Bretanny miró a su alrededor y notó que la ventanilla del techo estaba abierta.
—Esto no es bueno —suspiró.
Candado corría hacia el ascensor, pero no tenía tiempo para esperar a que bajara a su ritmo. Abrió la compuerta de emergencia del techo y comenzó a deslizarse por las escaleras a toda velocidad.
Cuando llegó a las salas de oficinas, lo recibió un panorama desolador: cadáveres de científicos y oficiales de seguridad cubrían el suelo.
—Este lugar es horrendo —aclaró su garganta—. Menos mal que memorice el mapa, Hammya está muy abajo de esto, tengo que encontrarla.
Una mano emergió de entre los cuerpos y lo sujetó por la pierna.
—P-por favor… ayúdame…
—No.
Se liberó de un tirón y siguió caminando.
—Piden ayuda, estúpidos agentes —murmuró con desprecio.
Fue detenido más de cuatro veces por otros sobrevivientes. A todos les dio respuestas similares:
"Estoy ocupado."
"Tal vez a la vuelta."
"No me toques."
"Molesta a otro."
"No gracias."
Hasta que el quinto lo tomó del brazo.
—?YA DEJEN DE TOCARME! ?QUE NO! ?NO QUIERO AYUDARLOS! ?PIENSAN QUE ME INTERESAN SUS VIDAS DE MIERDA?
Candado comenzó a caminar indignado por encima de los cadáveres.
—Malditos trocitos de mierda pigmentada de ciencia racista…
Se detuvo frente al ascensor.
—Probemos con este.
Sótanos.
Hammya había sido golpeada con brutalidad; su nariz sangraba, y aunque los ojos se le llenaban de lágrimas, no apartaba la mirada de su agresor.
—Se?or Sid —dijo uno de los guardias—, parece que han eliminado a todo el personal.
—?Cómo es posible que, con la tecnología que poseemos, esto pueda pasar? —gru?ó Sid.
—No podemos quedarnos mucho tiempo, se?or.
Sid desvió la vista hacia la ni?a que yacía en el suelo.
—Podríamos salir… si te llevara conmigo.
Dimitra se interpuso rápidamente entre él y Hammya.
—Lléveme a mí —dijo con firmeza.
Sid sonrió con cinismo.
—Qué valiente.
Dimitra suspiró, aliviada por un instante. Pero ese respiro se convirtió en terror cuando Sid le arrebató el arma a uno de los guardias y le disparó sin dudar, directo al pecho.
—??NOOOOOO!! —gritó Toledo.
Hammya quedó paralizada. El miedo y el trauma se apoderaron de su cuerpo, la inmovilizaron.
Dimitra cayó al suelo, aún consciente, pero sangrando rápidamente. Toledo se arrodilló junto a ella y la sostuvo con desesperación.
—Profe… por favor…—susurró Dimitra, su voz debilitándose.
—No, no, no… por favor no… —balbuceó Hammya, incapaz de moverse.
—Guardia —ordenó Sid.
—?Sí, se?or?
—Planifiquemos la ruta de escape.
—De inmediato.
Sid se inclinó y sujetó a Hammya del cuello con rudeza. La arrastró sin miramientos. Ella, impotente, solo alcanzaba a mirar hacia atrás. Vio a la se?orita Toledo abrazando el cuerpo ya inerte de Dimitra. No gritó, no forcejeó. No podía. Se quedó quieta, como si su voluntad hubiese sido apagada.
Y entonces, todo se detuvo.
Literalmente.
El tiempo pareció romperse en mil fragmentos. Los sonidos cesaron. El aire quedó suspendido. Hammya parpadeó, confundida. Esperó. Segundos. Minutos. No estaba dispuesta a esperar horas.
Se zafó con facilidad del agarre congelado de Sid y corrió hacia el cuerpo de Dimitra. Todo a su alrededor parecía hecho de piedra: figuras inmóviles, estatuas atrapadas en un segundo eterno.
—Se?orita Hammya Saillim —dijo una voz.
Una puerta se abrió con un leve chirrido. En el umbral, un joven de cabellos rubios y vestimenta elegante, propia de principios del siglo XX, la observaba con una sonrisa serena.
—??Chronos?! —exclamó ella, incrédula.