Sí, ese Chronos. Uno de los fundadores de los Circuitos, estaba allí, justo frente a ella. Con un bastón en una mano y una bolsa de plástico negro en la otra.
—Debo decir que estoy decepcionado —dijo con tono seco.
—Estabas en prisión…
—Hablemos de cosas más importantes. Tengo poco tiempo.
—?Poco tiempo?
—Sí. Porque él está viniendo.
—?Quién?
—La única persona a la que mi poder no afecta... Tu novio.
—?…! ?Candado está aquí?
—Así es. Vine a hacer un trato contigo. No pensé que el guion se saldría de control. No suelo involucrarme, pero es esencial que no mueras antes de tiempo.
Chronos sacó un libro de la bolsa.
—?Eso es…?
—Oh, sí. El regalo que no aceptaste.
—Dije que no lo quiero.
—Espera. Al menos escucha lo que tengo para decirte.
—…Bien.
Chronos esbozó una leve sonrisa.
—?Quieres salvarla?
Hammya giró el rostro hacia él.
—?Puedo hacerlo?
—Claro. Sólo tienes que aceptar el libro.
Sacó el mismo volumen que le había mostrado en prisión.
—Sólo tienes que tomarlo.
Hammya dudó. Dio un paso hacia Chronos.
—?Va a cambiar algo?
—Sólo si tú quieres que haya un cambio.
—Eso no responde con precisión a lo que pregunté.
—Se?orita Saillim, por favor —sonrió él.
Hammya cerró los ojos un instante. Vacilaba. Su corazón quería tomarlo, pero su razón no lo permitía… hasta que recordó lo que le había pasado a Dimitra. Entonces:
—Sí. Acepto.
Tomó el libro. Pero nada ocurrió.
—Eh… ?Tiene que pasar algo más?
Chronos sonrió otra vez.
—Dale tiempo.
Entonces soltó el libro.
—?Qué…?
El libro comenzó a brillar, y los ojos de Hammya también. Luego, las páginas se abrieron solas. Una a una, las palabras escritas comenzaron a desprenderse, siendo absorbidas por las manos y la piel de Hammya. Las hojas se quemaban lentamente a medida que las letras las abandonaban. En menos de un minuto, no quedaba más que ceniza.
Hammya se arrodilló y cerró los ojos.
—El trato se ha cumplido —anunció Chronos con solemnidad.
Chasqueó los dedos.
Y el tiempo retrocedió unos minutos.
Pasillos
Candado corría por un pasillo oscuro. A su alrededor, las personas que se habían quedado congeladas empezaban a moverse otra vez.
—??Qué rayos está sucediendo!?
De pronto, se arrodilló, tomándose la cabeza.
—?AHHHHHHHHHHHHH!
Un dolor punzante le atravesó la mente, como si algo estuviera a punto de salir desde dentro.
—?Fluctuación! —gru?ó entre dientes.
Se levantó de golpe.
—Alguien… alguien ha alterado el tiempo. Esto es obra de Chronos.
Y siguió corriendo.
Sótano
Hammya se puso de pie. Abrió los ojos y miró a Chronos con firmeza.
—Gracias por cumplir tu palabra.
—Te lo dije. Tenemos los mismos objetivos.
Ella extendió su mano izquierda.
—Gracias por la ayuda.
Chronos la estrechó.
—No hay de qué —respondió con seriedad—. Ahora date prisa. El tiempo volverá a fluir.
Hammya asintió con una sonrisa, fue hasta donde estaba Sid, tomó su arma y vació el cargador en el pie del guardia. Luego, lo guardó en la funda. Del segundo guardia, solo necesitó un pu?etazo directo en los testículos. Después, destruyó su cuchillo con un golpe certero.
Chronos observaba todo con una leve sonrisa en el rostro.
—Debo irme.
Hammya volvió a colocarse en la misma posición que tenía antes de la pausa temporal. Luego, levantó el pulgar.
—Por cierto —dijo Chronos con una sonrisa, se?alando la puerta de hierro al fondo—, llegará un aliado por esa puerta, así que no le hagas da?o.
—…Bien —respondió Hammya con desconfianza.
Chronos sonrió nuevamente antes de desvanecerse. Entonces, el tiempo volvió a fluir.
Sid y el guardia cayeron de rodillas, retorciéndose de dolor.
—?AHHHHHHHHHHHH! ?MIERDA!
Hammya fingió dificultad al levantarse. Sus ojos brillaron brevemente con un fulgor extra?o.
—No —susurró para sí misma—. Aún no es el momento.
Se acercó a Dimitra y la colocó detrás de ella, protegiéndola.
Sid, lleno de rabia, apuntó su arma hacia la ni?a, pero ningún disparo salió. La pistola estaba vacía.
—Maldito demonio...
De pronto un estruendo se escuchó a sus espaldas.
La puerta de hierro tembló con un segundo estruendo. Sid y el guardia giraron hacia el sonido justo cuando la pesada estructura se doblaba como papel. Un hombre cruzó el umbral cargando un hacha, enfundado en un traje ignífugo.
—Más compa?ía, ?eh? —sonrió Sid.
Era Red.
—?Este es el aliado? —susurró Hammya, aún sorprendida.
Red caminó con calma hacia Sid. Armó su arma y lo apuntó.
—No te muevas.
Sid se quedó inmóvil. Hammya vio una oportunidad de atacar, pero alguien más se le adelantó.
Desde las sombras emergió un ni?o con boina. De un certero golpe en la mu?eca, desarmó a Sid. Este apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de recibir un golpe con el mango de un facón en la cara.
—Claro que no —dijo el ni?o con frialdad.
Lo tomó de la mu?eca y lo arrojó sin esfuerzo hacia Red.
Red lo recibió con gusto y colocó su bota sobre su cuello.
—A... alto, por favor...
Red no dijo nada. Aplicó todo su peso y fuerza.
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—Alto, no lo mates, irá directo a las cuevas —ordenó Candado.
Red se detuvo, en su lugar le fracturó el brazo derecho. Provocando que Sid soltara un agónico dolor.
Candado se acercó al guardia que fingía estar muerto y lo miró con desprecio.
—Abre los ojos, cobarde, o te arrancaré la piel.
El guardia, aterrorizado, abrió los ojos.
—?Por favor, no me mates!
—?Yo? —dijo Candado, con una sonrisa torcida—. Obvio que no. Pero ella tal vez sí lo haga.
De entre las sombras apareció Clementine.
—?Cuándo te enteraste?
—Cuando me escapé del auto...Ahora, todo tuyo —dijo Candado, alejándose.
—No, por favor, lo siento —suplicó el guardia.
Clementine se acercó con paso firme. El guardia intentó huir, pero ella disparó a los tendones de sus pies, dejándolo incapacitado.
—Objetivo inmovilizado —dijo con voz mecánica.
Se inclinó frente a él y lo obligó a mirarla a los ojos.
—Veo que disfrutaste despedazar a mi hermana...
—Por favor... lo siento —lloriqueó el guardia entre lágrimas.
Clementine transformó su mano derecha en un conjunto de cuchillas en espiral.
—Voy a tomarme mi tiempo haciendo lo mismo contigo.
Lo tomó de la ropa y comenzó a arrastrarlo lejos del grupo. Sus gritos de súplica y agonía se escucharon cada vez menos, a medida que se iban alejando.
Candado miró a Hammya, harapienta, golpeada, pero viva.
—Genial —sonrió con alivio—. Llegué a tiempo.
Corrió hacia ella y la abrazó con fuerza, escondiendo el rostro en su cuello, conteniendo las lágrimas.
—Estás bien...
Hammya dio una ligera sonrisa y enseguida lo abrazó también.
—Gracias por venir.
—Siempre.
Red observó la escena en silencio. Era imposible saber qué sentía o qué expresión ocultaba su máscara. Caminó hacia la doctora Toledo, que seguía arrodillada, temblorosa y confundida. Con calma, recargó su arma.
—Ya veo —murmuró ella.
Giró el cartucho y apuntó a la frente de la doctora.
—Es mi fin, ?no? —dijo ella, sin oponer resistencia.
Red colocó el dedo en el gatillo.
Dimitra se interpuso y puso su cabeza frente al arma. No dijo una sola palabra, pero su mirada era un desafío.
Red no vaciló, solo la apartó a un lado y volvió a apuntar.
—Hazte a un lado, Dimitra.
—No lo haré, doctora.
Hammya dio un paso al frente, dispuesta a intervenir, pero Candado la detuvo con una mano.
—No lo hagas. Solo observa lo que va a pasar.
En ese momento, todos los ni?os comenzaron a salir de sus habitaciones, incluso aquellos que se comportaban como zombis. Se acercaron lentamente y formaron un círculo protector alrededor de la doctora Toledo.
Candado suspiró con un dejo de frustración ante la escena tan emocional que se formaba en torno a una agente.
—Doctora Toledo —dijo con tono serio—, está bajo arresto.
Red guardó su arma y sacó un par de esposas. Los ni?os dudaron en apartarse, pero ante la insistencia de la propia Toledo, ella extendió los brazos.
Red, con mucho cuidado, la esposó.
Tiempo después, el personal de Kanghar comenzó a limpiar el lugar y a brindar asistencia a los heridos y rehenes de la instalación. Por su parte, Candado aplazó el papeleo y el sermón de Bretanny para acompa?ar a Hammya a una sala de urgencias, donde podrían tratarle las heridas.
Esperó detrás de la cortina, el único límite entre ellos, mientras Abel se encargaba de atenderla.
—Las heridas no son graves, pero tampoco leves. Relájate, no dejarán marcas —dijo el médico con tranquilidad.
—?Ah, no?
—No. Vos tranquila.
Luego rebuscó en una caja cercana y sacó unas prendas.
—?Eso es…?
—Ah, esto es del muchachito que está afuera —respondió, se?alando hacia la cortina.
Hammya observó la sombra de Candado proyectada sobre la tela.
—Mi ropa… —sonrió.
Abel salió discretamente del cubículo. Hammya comenzó a desvestirse para ponerse sus prendas hogare?as.
—Hammya —dijo Candado desde el otro lado.
—?Sí?
—…Me alegra mucho volver a verte.
—…Sí —respondió ella con una sonrisa, mientras se ponía los zapatos.
Candado se frotaba el pulgar contra el índice, nervioso.
—Ya estoy —anunció ella.
Entonces él se despegó de la pared y apartó lentamente la cortina.
—…
—?Cómo me veo? —preguntó Hammya con ansiedad.
Candado sacó del bolsillo una rosa violeta.
—Te faltaba esto —dijo.
Se acercó y fue él quien la colocó cuidadosamente en su cabello.
Hammya bajó la mirada, enternecida.
—La guardaste… Gracias.
—Siempre la imagino en tu cabeza —sonrió él con calidez—. Je, je.
—?Y ahora? ?Cómo me veo?
—Ahora te ves hermosa.
Hammya sonrió y le dio un beso en la mejilla.
—Tu premio, mi príncipe.
Candado se sorprendió, pero recuperó la compostura.
—Ya, como sea.
Tiempo después, Candado salió a la superficie. Recibió el esperado rega?o de Bretanny, y se reencontró con sus familiares y amigos, bueno casi, no estaban presentes los del gremio.
La madre de Candado rompió en llanto de alivio al abrazar a la joven, mientras los demás soltaron gritos de júbilo por su regreso.
Candado, en cambio, alzó la vista y vio a lo lejos a Nelson cargando al cuerpo ensangrentado de Clementine, inexpresiva como siempre. La sangre, sin duda, pertenecía al sujeto que ella había despedazado.
Nelson levantó la mirada y le hizo una se?a de que no se preocupara. Candado entendió el mensaje y no se acercó. En su lugar, dirigió la atención a los trece cazadores que habían prestado sus servicios. Celebraban la victoria sobre los agentes.
Se acercó con paso firme.
—Caballeros.
De inmediato, todos se formaron como soldados ante su capitán.
—No hubo bajas de nuestro lado, se?or, pero perdimos a cuatro rehenes… dos de ellos eran ni?os —informó ázack.
—Ya veo…
—Lo sentimos.
—Son cosas que, lamentablemente, ocurren. Gracias por su apoyo.
—?No van a pagar, verdad? —intervino Keller.
Red le dio una bofetada.
—?Ow, oye!
—Suficiente —sentenció ázack.
Candado sonrió.
—Se les pagará, se?or Keller. A todos ustedes.
—Nuestros servicios son gratuitos, se?or —dijo ázack con seriedad.
—Lo sé. Pero el dinero saldrá de mi bolsillo. Como compensación y recompensa por un trabajo bien hecho.
Candado le extendió la mano.
—?No es justo?
ázack sonrió y se la estrechó con fuerza.
—Siempre estaremos a su servicio, se?or Candado.
—?Estás jugando con mi nombre?
—Es mi candado, se?or.
Ambos sonrieron. Luego, Candado dio media vuelta.
—Descansen.
—?Sí, se?or! —respondieron todos al unísono.
Candado se alejó del grupo y caminó hasta el auto de sus padres. Curiosamente, sería su padre quien conduciría esta vez.
—?Te llevo?
—Eres gracioso, papá.
Candado subió al vehículo, acompa?ado por Hammya. Antes de cerrar la puerta, miró hacia atrás una última vez.
—Un trabajo bien hecho.
—?Dijiste algo?
—No, mamá.
El auto se deslizaba suavemente por la carretera mientras el mundo, fuera de sus ventanas, se difuminaba bajo el tenue resplandor del amanecer. En el asiento trasero, Europa dormía profundamente, acurrucada como una ni?a después de una tormenta. Todo el estrés acumulado en su cuerpo se había desvanecido como una bruma tras la lluvia. La paz, aunque frágil, la envolvía al fin.
Hammya también había sucumbido al sue?o. Su rostro, normalmente expresivo y vibrante, estaba sereno ahora, aunque los moretones y peque?os cortes que decoraban su piel recordaban que no fue fácil llegar hasta ese punto. Dormía con la cabeza apoyada en el hombro de Candado, como si su cuerpo buscara refugio incluso inconsciente.
Candado, en cambio, se mantenía despierto, con la mirada clavada en la carretera, los brazos cruzados y la espalda recta. No pesta?eaba más de lo necesario. No había descanso en su rostro; sólo una calma rígida, como la superficie de un lago a punto de congelarse.
—Puedes dormir, Canda —le susurró Arturo, desde el asiento del conductor.
—Todavía no. Tengo cosas que hacer.
—Mira, necesitas descansar un poco.
—Papá, estoy bien.
No era una mentira, pero tampoco decía la verdad. Arturo lo miró de reojo, con el mismo cansancio que compartía su hijo, pero con una paciencia cultivada a base de heridas.
Hammya se acomodó inconscientemente sobre el hombro de Candado, como si su cuerpo supiera que allí había seguridad. él no se movió.
—Mira nada más —dijo Arturo con una sonrisa tenue.
Candado no respondió. No sintió ternura ni orgullo. Sólo el deber cumplido.
—Me alegra que se encuentre bien.
—Lo conseguimos —respondió él, sin apartar la vista del frente—. Pero descansar no es parte de la recompensa.
—Debería serlo.
—Todavía no.
La conversación murió ahí. Arturo sabía que insistir no valía de nada. Conocía a su hijo demasiado bien: cuando se encerraba en ese silencio tan propio, ni las palabras ni el tiempo lo abrían. Y Candado también entendía que su padre solo preguntaba por cari?o, pero no cambiaría de parecer. Hablar más era correr el riesgo de despertar a las dormilonas.
—Papá, haz una parada en los gremios.
—?Para qué?
—Mis compa?eros estuvieron preocupados. Quiero verlos.
—Está bien.
A los diez minutos, el auto se detuvo frente de la sede de gremio. Una luz tenue salía por las ventanas, y las voces apagadas del interior confirmaban que seguían allí.
Candado bajó y golpeó la puerta.
—Soy yo. Abran.
No tuvo que repetirlo. La puerta se abrió de inmediato, como si lo hubieran estado esperando.
—Vaya… —murmuró, sorprendido al ver a todos reunidos—. Estaban aquí.
—?Está contigo? —preguntó Pucheta, con el ce?o fruncido.
—Sí. Está en el auto.
Uno a uno, salieron al exterior y se acercaron al vehículo. Al ver a Hammya dormida, herida y tan claramente agotada, un silencio incómodo se apoderó del grupo. Algunos apretaron los pu?os; otros desviaron la mirada.
—Todo se ha solucionado —dijo Pucheta con alivio.
—Declan, calma —advirtió Candado.
El joven, de forma inconciente, estaba ya tomando el mango de su espada.
—Lo siento, se?or —se disculpó de inmediato.
—Lo entiendo, no pasa nada.
Candado abrió la puerta del vehículo y se volvió hacia sus compa?eros.
—Vayan a sus casas. Ma?ana seguimos. Todos merecen descanso.
—Vos también —dijo Héctor desde la entrada. Su voz, como siempre, irradiaba algo más humano. Esperanza, tal vez.
—Lo haré… cuando termine unos asuntos.
Se subió al auto de nuevo. Desde la ventanilla, miró hacia atrás dos veces. Saludó con un gesto breve, casi mecánico. Después, simplemente se quedó allí, de brazos cruzados, con la mirada perdida en el horizonte que se abría frente a él. Ya no había nada más que decir. Arturo lo entendió y respetó su silencio.
El vehículo se detuvo frente a casa. En la entrada, los esperaban Hipólito y la abuela Andrea. Las canas de esta última asomaban por entre su te?ido rojizo, como si la edad quisiera recordarle que aún estaba allí.
Arturo descendió primero y cargó con Europa. Candado, sin decir palabra, cargó a Hammya. Ambos lo hicieron con una delicadeza tierna. La casa los recibió con el calor tibio del hogar.
Los hombres subieron a las chicas a sus respectivas habitaciones. Ambos les quitaron los zapatos, retiraron los abrigos y, como si se tratara de un código tácito entre padre e hijo, aflojaron las corbatas y mo?os con la misma solemnidad.
Candado salió un minuto antes.
—Voy a entrar el auto —le dijo a su padre, dándole una palmada en el hombro.
—Bien.
Bajó las escaleras con paso pesado y se acercó a su abuela, que esperaba sentada en la sala.
—?Cómo va eso?
Y sin más, se dejó caer en sus brazos.
—?Whops! —exclamó ella, sorprendida.
—Solo déjame estar así unos momentos… por favor.
—Claro que sí, mi ni?o.
Andrea lo sostuvo en silencio. Le acarició la espalda y luego la cabeza, no sin antes retirarle la boina con cuidado.
—Todo está bien —susurró él.
—Me alegro que todo esté bien.
La ma?ana siguiente llegó con un grito compartido. Ambas chicas se despertaron al mismo tiempo, abriendo los ojos como si hubieran escapado de una pesadilla.
—??Qué pasó!? —preguntaron en coro al abrir la puerta.
—Oh, hola mamá Barret.
—?Hola, Hammya! —respondió ella, mientras la abrazaba con fuerza y cari?o.
—Sí, yo también estoy bien —bromeó una voz al notar como estas lo ignoraban.
—?Hipólito! —sonrió Hammya al verlo.
—Veo que las se?oras están recuperadas —comentó él, mostrando una bandeja de desayuno.
—?Hipólito? —preguntó Europa extra?ada al ver esto.
—Venía a traerles para comer.
—?Dónde está Arturo? —preguntó Europa
—?Y Candado? —Preguntó Hammya
—Tranquilas. El se?or Arturo se quedó dormido en el sofá. Y Candado… no ha salido del sótano desde anoche.
Apenas terminó la frase, Hammya salió corriendo.
—?Lo comeré después, Hipólito!
Pero, segundos después, regresó corriendo, tomó un bizcocho y dijo:
—Me conformo con uno. ?Adiós!
—Ni?os… —murmuró él con una sonrisa. Luego miró a Europa—. ?Quieres que te prepare un ba?o?
Hammya se deslizó escaleras abajo con ligereza, captando de inmediato la atención de la abuela Andrea y de Karen, quien jugaba distraídamente con la cara dormida de su padre, acomodado en el sofá.
—Qué energía, ?eh? —comentó la abuela con una sonrisa.
Hammya se detuvo en seco, un poco nerviosa.
—Sólo quiero ver a Candado —dijo, mirando hacia otro lado.
—Ajá... Está en el sótano —respondió la abuela, con tono cómplice.
Sin decir más, Hammya sonrió, dio media vuelta y salió de la sala.
Avanzó por el pasillo hasta la puerta del sótano. Se detuvo frente a ella y golpeó suavemente, sin dejar de sonreír.
—Candado, ?Estás ahí?
—No —se oyó desde el otro lado, con su tono inconfundible.
Hammya soltó una risita muda, como si aquella respuesta fuera justo lo que esperaba. Entonces, apoyó la mano en el picaporte y lo giró con cuidado.