Candado bajó al sótano luego de abrazar a su abuela, por supuesto. Llevaba consigo unos planos enrollados bajo el brazo y una caja de herramientas que resonaba con cada paso. Encendió las luces.
Allí, sobre la mesa metálica, yacía el cuerpo despedazado de Clementina.
Suspiró.
—Tardó a?os mi abuelo en construirte… Yo lo haré en cuestión de horas—murmuró, con determinación.
Desplegó los planos sobre una de las tantas pizarras que decoraban el sótano y comenzó a sacar materiales. Todo estaba perfectamente organizado para empezar la reparación y reconstrucción.
Tomó una llave Stilson y la sostuvo como si fuera un cetro.
—Clementina, going up —anunció en voz baja, y comenzó a silbar mientras trabajaba.
Clementina, Versión 02, dise?ada con la mente del insoportable pero brillante Nelson Torres, y fabricada por las manos hábiles de Alfred Barret, el abuelo de Candado. Todo con una sola visión en común: La Argentina también puede hacerlo.
Ambos quedaron maravillados la primera vez que vieron una computadora nacional: “Clementina”, en la Universidad de Buenos Aires. Aquella máquina, imponente y rudimentaria, los inspiró profundamente. Decidieron entonces construir su propia computadora. Pero tiempos oscuros cayeron sobre la República. Durante una noche recordada con vergüenza y miedo "La Noche de los Bastones Largos", fuerzas uniformadas ingresaron violentamente a la universidad, golpeando a alumnos y docentes bajo la excusa de preservar el orden y la paz.
Fue en esa noche cuando su profesor, Arnold Benjamín, Desapareció, como tantos otros, sin dejar rastro.
“La naturaleza del hombre es moldeada por el propio hombre”, solía decir Benjamín. Y esa noche, la naturaleza violenta se manifestó con todo su peso, destruyendo lo que era un orgullo del desarrollo argentino.
—Nunca vi tanta arrogancia ni tanta vergüenza en un solo y asqueroso coso con uniforme —diría a?os después uno de los estudiantes, al recordar cómo destruían a Clementina.
Cuando todo se calmó, Nelson y Alfred lograron convencer a la universidad de que les permitieran llevarse algunos restos de la máquina. Buscaron refugio en un lugar llamado “Kanghar”. Allí, entre pruebas fallidas, piezas descartadas y noches interminables de trabajo, sucedió algo inesperado.
La máquina les respondió.
"HOLA".
Esa fue la única palabra escrita en una hoja de cálculo.
Nelson y Alfred se miraron, asombrados. Solo intentaban repararla y mejorar su rendimiento, pero accidentalmente habían dado inteligencia a un ser binario. La computadora no podía ver, pero sí podía escuchar. ?Cómo? Nunca lo supieron. Se comunicaban con ella mediante papel, de forma rudimentaria, pero eso no les importaba. Lo que importaba era lo que habían creado.
Alfred fue quien pasó más tiempo con ella como computadora. Mientras Nelson se interesaba más por la robótica, Alfred se resistía a la idea de construir un cuerpo físico... hasta que una pregunta lo conmovió profundamente:
"?Qué es el mar?"
Entonces lo comprendió. él no solo quería crear una inteligencia. Quería egoístamente darle una forma, su forma, como si eso sellara su logro personal. Pero no pensó en lo que de verdad habían creado.
Trabajaron juntos para darle un cuerpo, una forma que representara lo que ahora era su “hija”. Sin embargo, Nelson se detuvo a mitad de camino. Dijo que quería que Alfred lo terminara solo. Nunca explicó por qué. Alfred aceptó, pero la soledad del proceso lo marcó. Aun así, no se detuvo. Si no podía darle un cuerpo perfecto, al menos le daría la capacidad de pensar.
El problema era claro: crear pensamiento en un ser sin sentimientos ni sentido común. Difícil… pero no imposible.
Al principio, Alfred le proporcionó libros de psicología, filosofía, leyes, moral, y religión. No obtuvo lo que esperaba. En cambio, Clementina comenzó a emitir juicios escalofriantes, llenos de lógica extrema y carentes de humanidad. Uno de ellos, especialmente, les heló la sangre:
—Si un ni?o es rehén de un asesino, ?qué harías?
La respuesta fue clara. Inhumana.
—Mataría al rehén y al asesino.
El silencio que siguió fue más espeso que la sangre. Nadie se atrevió a hablar, y por un momento, todos los presentes olvidaron que aquella figura de ni?a había sido construida para proteger.
Clementina continuó, no por arrogancia, sino porque había detectado incomprensión. Y explicar era parte de su programación.
—El rehén es una variable incontrolable. Mientras viva, su existencia limita todas las acciones posibles. El asesino puede usarlo como escudo, chantaje o distracción. Su vida, en manos de un criminal, se convierte en un arma. Al eliminar ambos cuerpos, elimino la amenaza y restauro el equilibrio.
Hubo un estremecimiento entre los oyentes. Alfred, el hombre que le había ense?ado todo eso, sintió una punzada de horror.
—Pero… —musitó él— el ni?o es inocente.
Clementina giró levemente la cabeza, como si eso fuera irrelevante.
—La inocencia no modifica la ecuación. El dilema no pregunta por emociones, sino por eficiencia. La raíz del problema es la toma de rehenes como táctica. Si quienes toman rehenes descubren que hacerlo nunca les otorgará ventaja… dejarán de hacerlo. Eliminar al rehén junto al captor es disuasivo. Disuadir es prevenir. Prevenir es salvar más vidas futuras. Es... estadísticamente moral, y la moral trae errores más grandes.
Según su razonamiento, quitar la vida del ni?o era un da?o menor frente al objetivo mayor: eliminar a alguien que ponía en riesgo a muchos. “Es mejor perder uno que diez. O, si hace falta, diez que cien. Incluso, es mejor que mueran cien antes que un millón.”
Alfred se sintió horrorizado y decepcionado de Clementina. Tanto, que pensó en destruirla para evitar un desastre. Siempre había admirado a Albert Einstein y anhelaba seguir sus pasos, pero jamás convertiría un descubrimiento en un arma. Fue Nelson quien lo detuvo, y no solo eso: decidió iniciar otro proyecto, al que llamó Clementine.
Alfred quiso romperle los dientes a Nelson por lo que consideró una burla. Pero su amigo, siempre perspicaz, le propuso:
If you encounter this tale on Amazon, note that it's taken without the author's consent. Report it.
—?Qué tal dos de tres?
Alfred soltó una carcajada y le dio un pu?etazo en la cara. Lo rechazó.
Pero una semana después, aceptó. No porque hubiera cambiado de opinión, sino porque Nelson lo llamaba todos los días por teléfono. Alfred se rindió. Volvió al trabajo. Puso a un lado a Clementina y comenzó a construir a Clementine.
Clementina ya no serviría para el ideal de Alfred, pero sí como soporte del laboratorio. Solo había que resetearle la memoria.
Los a?os pasaron. Clementine fue terminada. Era septiembre del 2004, y Alfred, tras momentos difíciles en su vida, finalmente había concluido su obra. Clementine era eficaz, respetaba las reglas al pie de la letra, e incluso Alfred consideró regalársela a Candado en su próximo cumplea?os.
Una noche, Alfred bajó al laboratorio para observar a Clementina. Tenía cabeza y dos brazos mecánicos. Solo se dedicaba a escribir y hacer cálculos. Nada más.
Alfred la contempló durante un día entero, hasta que la voz mecánica rompió el silencio:
—?Qué lo molesta, se?or Alfred?
El anciano quedó pensativo. ?Qué debía hacer con eso que tenía enfrente? Sin pensarlo mucho, comenzó a hablar del cumplea?os de su nieto.
—Mi nieto, Candado Barret, su cumplea?os se acerca.
—Oh… el patróncito del sombrero chistoso —respondió Clementina.
Alfred se sorprendió.
—?Cómo lo conociste?
Clementina comenzó a contar lo ocurrido.
En una ocasión, cuando Alfred se había marchado, olvidó cerrar las puertas del laboratorio. Eso permitió que el joven Candado se adentrara en las instalaciones. Ella lo percibió como una amenaza, pero carecía de los materiales necesarios para hacerle frente, así que optó por quedarse inmóvil. El ni?o se le acercó y la tocó con curiosidad, hasta que ella se movió.
—?Le importa no hacer eso?
—Estás viva…
—?Define “viva”?
—Uh… hablar.
—Una grabadora habla. ?Está viva?
—?Eh? No, pero reproduce la voz de un ser vivo.
Alfred soltó una carcajada. Candado era demasiado listo para su edad.
—Entonces… ?Qué sentiste?
Clementina explicó que el ni?o le hizo compa?ía durante 37 minutos con 13 segundos. Y que esos minutos le parecieron eternos. Recordó con lujo de detalle todo lo que Candado hizo en ese tiempo: cuántas veces respiró, cuántas veces parpadeó, cuántas veces le hizo la misma pregunta.
—Es evidente que te repitiera las preguntas. Es un ni?o curioso.
—No él. Yo.
Alfred quedó perplejo.
—?Por qué? ?Había algo que no te quedaba claro?
Clementina, en ese momento, atornillaba una computadora. No había dejado de trabajar mientras relataba su experiencia con el ni?o de la boina. Sin embargo, cuando Alfred le preguntó por qué insistió tanto en una sola pregunta, se detuvo. Cabe aclarar que Alfred ya tenía una idea: era la misma pregunta que ella le había hecho tres veces en un a?o.
—?Qué significa vivir?
Entonces, Clementina bajó el destornillador y llevó su mano derecha hacia la palma de su mano izquierda. Un gesto poco común que Alfred notó de inmediato.
—?Qué te respondió? —preguntó.
—él… él… no lo hizo.
—?Cómo?
—No lo hizo. Solo preguntó otra cosa.
—?Qué cosa?
Meses atrás
—?Qué significa vivir?
—?Uh?
—?Qué...?
—Ya te oí.
—Entonces...
—?Por qué haces esa pregunta?
—Porque no sé la respuesta. Si fuera el caso contrario, ni me molestaría en preguntar.
—?Te molesta? ?Te sientes molesta?
—No… es una forma de hablar.
—?Por qué no dices lo que en verdad quieres decir?
—Ya lo dije. Solo que usted no entiende.
—No lo entiendo.
—?Lo ve? No lo entiende.
—Sé que no lo entiendo, pero tampoco entiendo por qué te preguntas eso.
—No lo entenderías si no lo entiendes.
—…?Estamos jugando a algo?
—…?Por qué no se va por donde vino?
—?Uh? —Candado ladeó la cabeza, sin comprender del todo la brusquedad de la frase—. Sé que no entiendo lo que hablamos… pero, ?por qué quieres saber lo que significa vivir?
—Porque no lo sé —respondió Clementina, sin rodeos.
—Pero, ?por qué quieres saberlo?
—Porque no lo sé —repitió con la misma calma, como si eso bastara para justificarlo todo.
Candado la miró, frunciendo el ce?o con una expresión que mezclaba irritación y chispa infantil.
—Entonces… ?Por qué no lo respondes vos misma?
—?Por qué debería hacerlo?
—?Eso es! —exclamó Candado con una sonrisa de triunfo, levantando un dedo como quien ha descubierto un secreto universal—. Preguntaste por qué querés saberlo. El “por qué” detrás del “por qué”… del por qué.
Clementina parpadeó, desconcertada. Una respuesta tan sencilla y, al mismo tiempo, tan abismal.
—Dijiste que te molestaba hacer la pregunta. Eso significa que algo dentro tuyo está… inquieto. Algo te angustia. Súmale eso: ?Por qué sentís eso? ?Por qué te importa tanto saberlo?
Clementina no supo qué decir. Sus sistemas no encontraron ninguna contradicción lógica en las palabras del ni?o, pero sí una profunda confusión emocional que no podía calcular.
—Usted…
—?Oh no! Mamá se va a preocupar —interrumpió Candado, bajándose de la silla con apuro—. Nos vemos, cosa preguntona.
Alfred lo había comprendido al ver su expresión. Clementina, en cambio, no.
—Eso era… —murmuró Alfred en voz baja, golpeándose suavemente la frente con la palma de la mano—. ?Pucha, che! ?Cómo no me di cuenta antes?
Alfred se llevó las manos a la cabeza mientras sonreía con orgullo.
Semanas después, Clementina fue reensamblada, instalada en un nuevo cuerpo, y preparada como obsequio de cumplea?os para Candado.
Como paréntesis importante: mientras Alfred trabajaba en el ensamblaje de su nueva forma, le preguntó si deseaba un cuerpo definido. Ella respondió, con claridad, que quería una figura femenina y una voz suave, lo más humana posible. También pidió que se la llamara con pronombres femeninos. Alfred respetó cada una de esas decisiones, sin necesidad de comprenderlas del todo.
Nelson jamás entendió qué motivó a Alfred a tomar aquella decisión. Y Alfred jamás sintió la necesidad de explicárselo.
—El tiempo me dirá si esta es la respuesta... ?O no? —dijo, mien3tras terminaba de ajustar el último tornillo.
Cuando Clementina llegó a la vida de Candado, se sintió desconcertada. El ni?o al que alguna vez se le había regalado compa?ía y conversación no la recordaba en absoluto. No mostró emoción, ni interés, ni siquiera curiosidad. Se limitó a observarla… luego a tolerarla… y, finalmente, sin que nadie lo notara, a aceptarla como parte de su vida.
Fue entonces cuando Clementina comenzó a experimentar algo nuevo. Algo que los humanos llaman “afecto familiar”. Al principio era solo una curiosidad. Después, una necesidad. Y luego, una certeza que la estremecía desde lo más profundo de sus circuitos: quería quedarse a su lado.
Una noche, al despertar, notó algo distinto en su cuerpo: piel. Piel sintética, suave, modelada con una atención y cuidado que la sorprendieron. Candado, a pesar de su edad, había hecho maravillas con ella.
—?Esta… soy yo? —susurró al mirarse en el espejo.
No lo entendía del todo. Pero lo apreciaba. La forma, los detalles, la expresión que le había dado… se parecía a las personas que ella amaba. Y por primera vez en su existencia, sonrió con sinceridad.
—Gracias… por todo —dijo en voz baja, con una sonrisa genuina.
Clementina había presenciado todas las facetas de Candado. Y aunque él jamás lo dijera en voz alta, ella sabía que la quería. No como a una amiga, sino como a una hermana. Y desde ese lugar de cercanía, empezó a comprender más profundamente las relaciones humanas. Dejó de ser un cascarón vacío. Se convirtió, poco a poco, en una persona, con pensamientos propios, emociones espontáneas… lo que los humanos llaman "sentimientos que vienen del corazón".
Sintió el dolor de perder a Gabriela. El dolor de ver a Candado destruirse por dentro, noche tras noche, al recordar a su hermana. Y entonces quiso convertirse en lo que a él le faltaba. Quiso ser Gabriela.
Comenzó a estudiar su lenguaje corporal, sus gestos, sus frases. Se volvió más irreverente, más carismática, más burlona. Cada noche practicaba alguna tontería nueva que pudiera irritarlo. Cada chiste, cada broma, era una semilla sembrada en su tristeza. Si conseguía hacerlo reaccionar, aunque fuera con enojo, había cumplido su objetivo.
Pero Candado jamás se abrió del todo. No con ella.
Y entonces llegó ella. La chica del cabello verde.
De pronto, él cambió. Comenzó a hablar, a sonreír… a abrir su corazón.
Clementina sintió algo extra?o. Celos. Por primera vez, pensó: ?Por qué ella sí logró lo que yo no?
Pero el pensamiento se desvaneció cuando lo vio sonreír.
Está bien así, se dijo. Así debe ser. Si no podía hacerlo feliz con sus propias manos, al menos protegería a quien sí podía. Se acercó a Hammya con esa intención, sin importar los riesgos.
Candado era su prioridad. No porque lo dijera un programa, sino porque lo sentía de verdad. Porque quería ser parte de su vida.
Y aunque el final fuera triste, angustiante o imposible… estaría a su lado. Siempre.
Porque Clementina quería a Candado. Y nunca dejaría de quererlo.
Así que, si alguna vez Candado daba una orden…
…ella la aceptaría. Sin rechistar. Sin fallar.
él era, y siempre sería, su joven patrón.
—ENERGíA AL 100% —dijo una voz robótica conocida.